LOS ÁNGELES.— La escena es impensable, pero real: los Marines han sido desplegados en las calles de Los Ángeles. No en el Medio Oriente, no en la frontera sur, sino en una de las ciudades más grandes y diversas de Estados Unidos.
Donald Trump, en un gesto sin precedentes desde el punto de vista democrático, ha ordenado el envío de esta fuerza de élite a California para reforzar a la Guardia Nacional en el marco de una ofensiva antimigrante que está rompiendo todas las reglas escritas y no escritas del sistema político estadounidense.
No es sólo una orden ejecutiva más. Es un movimiento profundamente simbólico y alarmante: el uso de tropas con historial de intervencionismo internacional ahora para controlar a ciudadanos en suelo estadounidense.
Aunque la Casa Blanca afirma que los Marines no participarán por ahora en tareas policiacas, Trump ya amenaza con invocar la Ley de Insurrección de 1807, abriendo la puerta a una militarización interna inédita desde la guerra civil.
La narrativa oficial es confusa y peligrosa. El enemigo, según Trump, es un cóctel explosivo: “invasores migrantes”, “izquierda radical” y “alcaldes y gobernadores demócratas”. Un mismo discurso que mezcla xenofobia, polarización política y desprecio a las instituciones locales. Todo esto, en pleno año electoral.
UNA CIUDAD BAJO FUEGO POLÍTICO
Desde el viernes pasado, agentes del ICE han iniciado redadas de alto perfil en varios puntos de Los Ángeles. La alcaldesa Karen Bass ha confirmado al menos cinco operativos y ha exigido públicamente que cesen.
En paralelo, protestas espontáneas y convocadas han tomado las calles, muchas de ellas pacíficas, otras con incidentes, provocados según testigos, por la violencia de las fuerzas federales.
Mientras los manifestantes se organizan, Trump ha escalado el tono. Desde su red social, ha calificado la situación como “una rebelión”, lo que justificaría el despliegue militar sin consultar a los gobernadores.
En su narrativa, Los Ángeles es un campo de batalla en manos de enemigos del Estado: migrantes e izquierdistas.
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El gobernador Gavin Newsom ha respondido con una demanda legal contra Trump, argumentando que el presidente ha violado la Constitución al desplegar tropas sin autorización estatal. El fiscal Rob Bonta lo resume: “No hay invasión. No hay rebelión”. Pero Trump insiste, y dice que “yo mismo arrestaría a Newsom si pudiera”.
La escena recuerda a las democracias frágiles de otras latitudes, donde el poder militar sustituye a las instituciones y el presidente decide, por sí mismo, quién es el enemigo interno.
PROTESTAS, ARRESTOS Y UN PAÍS QUE ARDE
La resistencia no se limita a California. Desde Nueva York hasta Chicago, de Boston a Washington, miles han salido a protestar contra lo que ya no parecen ser operativos migratorios, sino una campaña de represión política con ropaje antimigrante. El epicentro es el arresto violento del líder sindical David Huerta, presidente estatal del SEIU en California, mientras observaba una manifestación.
Su arresto ha detonado una ola de movilizaciones sin precedente reciente. Organizaciones laborales, comunitarias y de derechos civiles han unido fuerzas: “Tocaron al sindicato equivocado”, declaró un organizador en Nueva York. Las consignas de “liberen a David” y “alto a las redadas” se han multiplicado.
La presidenta de la AFL-CIO, Liz Shuler, lo dijo con claridad: “Los inmigrantes no están solos. Esto es un ataque contra todos los trabajadores”. Líderes del magisterio, del sector público, de sindicatos automotrices y de comunicación se han sumado. El mensaje es claro: no es una causa solo migrante, es una causa democrática.
La narrativa de Trump está provocando lo que más teme: un frente unido entre comunidades diversas que antes no se articulaban en la protesta. El efecto de polarización podría estar saliéndose de su control.
BALAS DE GOMA Y BANDERAS MEXICANAS
En el terreno, la situación es volátil. Manifestaciones con ambiente festivo en Los Ángeles, donde grupos de mexicanos y centroamericanos bailan con banderas y claxonazos, han sido contenidas con fuerza desproporcionada.
La Policía de Los Ángeles, sin presencia activa de la Guardia Nacional en esos puntos, ha utilizado balas de goma, granadas aturdidoras y detenciones arbitrarias.
El Los Angeles Times reportó cómo las protestas pacíficas frente al edificio federal se transformaron en caos tras los primeros disparos de municiones “menos letales” por parte de las autoridades. Vehículos de medios como Telemundo 52 y NBC 4 han sido vandalizados, y se registran casos de heridos.
La alcaldesa Bass ha enviado un mensaje a la comunidad: “No se dejen llevar por el caos de Trump. Protegeremos a nuestras comunidades inmigrantes”. Pero la tensión crece. Nadie sabe hasta dónde está dispuesto a llegar el gobierno federal.
¿Y SI ESTO APENAS EMPIEZA?
Lo que está ocurriendo en Los Ángeles podría ser el modelo piloto de una militarización nacional. El Departamento de Seguridad Interna ya había solicitado semanas atrás 20 mil elementos de la Guardia Nacional para operativos “nocturnos” y “de interdicción”. Hoy, hay dos mil ya desplegados en California, y llegan los Marines.



El discurso de Trump, que presenta a los migrantes como enemigos internos, está mutando hacia algo más profundo: la criminalización de la disidencia política. Si el presidente puede usar al ejército contra manifestantes en una ciudad que no le es políticamente favorable, ¿qué impediría que lo haga en cualquier otra?
El uso de leyes del siglo XIX para justificar la represión contemporánea es un signo preocupante. La historia de América Latina está llena de capítulos donde gobiernos autoritarios usaron argumentos similares para aplastar movimientos sociales.
La democracia estadounidense, tan celebrada, está a prueba. Y no en un tribunal, sino en las calles de Los Ángeles.
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