José Manuel Albares reconoce injusticias hacia los pueblos originarios durante acto en Madrid.
El canciller José Manuel Albares durante el acto en el Instituto Cervantes donde admitió “injusticia y dolor”.

‘Lamentamos’: la palabra que tardó cinco siglos

MADRID.— En los pasillos solemnes del Instituto Cervantes, entre vitrinas de barro prehispánico y miradas diplomáticas contenidas, el ministro de Asuntos Exteriores de España, José Manuel Albares, pronunció una palabra que tardó quinientos años en cruzar el Atlántico: “lamentamos”.

No fue un discurso encendido ni una autocrítica heroica. Fue una frase medida, envuelta en protocolo y diplomacia, pero suficiente para sacudir cinco siglos de negación:
“Ha habido dolor e injusticia hacia los pueblos originarios. Hubo injusticia, justo es reconocerlo y lamentarlo. Esa es parte de nuestra historia compartida, no podemos negarla ni olvidarla”.

La exposición “La mitad del mundo. La mujer en el México indígena” sirvió de escenario al gesto diplomático.

El silencio posterior fue elocuente. En las paredes donde resuenan las lenguas de Cervantes y Quevedo, se coló, por primera vez, el murmullo de los vencidos.

La escena no era fortuita: el gobierno español inauguraba la exposición “La mitad del mundo. La mujer en el México indígena”, organizada junto al gobierno mexicano. Entre esculturas de obsidiana y tejidos ancestrales, la historia colonial volvía a hablar, pero esta vez en voz de los conquistadores arrepentidos.

El canciller Albares habló con corrección de funcionario socialista, pero el peso simbólico fue monumental: España admitía la injusticia de la Conquista. No pedía perdón, aún, pero comenzaba a nombrar la herida.

EL ECO EN PALACIO

La presidenta Claudia Sheinbaum calificó el reconocimiento español como “el inicio del perdón histórico”.

A miles de kilómetros, en Palacio Nacional, la presidenta Claudia Sheinbaum observó las imágenes en pantalla. El video de la declaración fue proyectado durante su conferencia matutina.

Entonces, la mandataria habló con la serenidad de quien sabe que asiste a un momento histórico: “Es la primera vez que una autoridad del Gobierno español habla de lamentar la injusticia. Es importante. Es un primer paso. El perdón engrandece a los gobiernos y a los pueblos, no los humilla”.

No fue improvisación ni vanidad. Sheinbaum entendía el alcance diplomático: el reconocimiento español cerraba un ciclo iniciado seis años antes, cuando Andrés Manuel López Obrador había enviado una carta al rey Felipe VI y al Papa Francisco exigiendo disculpas por los crímenes de la Conquista.

Aquel reclamo de 2019 —filtrado y ridiculizado por buena parte de la prensa española— había sido respondido con desprecio por el gobierno socialista de Pedro Sánchez.
El propio Felipe VI guardó silencio.

Los editorialistas europeos lo tacharon de anacronismo tercermundista; las derechas peninsulares, encabezadas por Isabel Díaz Ayuso, se rasgaron las vestiduras: “España llevó la civilización y la libertad al continente americano”.

Pero el tiempo, con su lentitud obstinada, corrigió las jerarquías: el agraviado esperó, y el ofensor habló.

UN PAÍS SIN MEMORIA

En España, la polémica de la Conquista nunca caló hondo. Para la mayoría de sus ciudadanos, es un episodio escolar borroso.

El historiador Esteban Mira Caballos, doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla, lo resume sin rodeos: “La mayor parte de los españoles no saben quién fue Hernán Cortés ni conocen apenas la Conquista”.

Mientras en México el debate encendía plazas y tertulias, en Madrid la cuestión apenas merecía una sonrisa irónica. En los cafés de Barcelona, cuenta la escritora Lolita Bosch, todavía hay manteles que dicen: “Alégrense el día, nosotros descubrimos América.”

Esa frase explica más que cualquier tratado: España no ha hecho una revisión crítica de su pasado imperial, porque hacerlo implicaría desmontar el relato fundacional de su identidad.

Aceptar la barbarie colonial obligaría también a revisar sus relaciones económicas actuales con América Latina, donde muchas de sus grandes empresas siguen operando con los mismos privilegios de antaño.

El diputado catalán Gerardo Pisarello, del partido En Comú Podem, lo dijo sin rodeos: “La Corona española ha estado más preocupada por cubrir los negocios de las grandes corporaciones en América que por reconocer una relación entre iguales”.

Pedir perdón, añadió, “obligaría a cambiar esa política de poder económico disfrazado de cultura”.

EL ORIGEN DEL AGRAVIO

La carta de López Obrador, enviada el 1 de marzo de 2019, a 500 años de la llegada de Cortés, fue el primer intento oficial del Estado mexicano por obtener un reconocimiento histórico.

“México no pide reparación económica —escribió entonces el presidente—, sino el reconocimiento público de los agravios cometidos durante la Conquista”.

El texto, filtrado por la prensa española, fue recibido con sarcasmo. “Los españoles de hoy no podemos responder por crímenes de hace cinco siglos”, declaró Mira Caballos. “Además, los borbones ni siquiera reinaban entonces”.

El Papa Francisco, sin embargo, respondió con otra sensibilidad. En una carta leída por el Episcopado Mexicano, reconoció “los errores cometidos en el pasado” y pidió perdón “por las ofensas personales y sociales que no contribuyeron a la evangelización”.

Era el primer eco de comprensión en medio de una tormenta de soberbia política.
Aun así, la discusión no era solo teológica: el reclamo mexicano ponía sobre la mesa un tema que Europa rehúye, la memoria colonial. Porque asumirla implicaría reconocer que la prosperidad de un continente se edificó sobre la sangre y el oro de otro.

DE LOS TEMPLOS A LAS PLAZAS

La historia reciente también habló desde el mármol. En todo el continente, los monumentos a los conquistadores comenzaron a caer.

En 2013, Argentina retiró la estatua de Cristóbal Colón detrás de la Casa Rosada y colocó en su lugar la de Juana Azurduy, heroína indígena de la independencia.

En Bolivia, en La Paz, el Colón del Paseo del Prado amaneció vandalizado.

En Caracas, el gobierno cambió el “Día de la Raza” por el “Día de la Resistencia Indígena” y derribó la última estatua del navegante en 2009.

En Chile, durante las protestas de 2019, más de sesenta monumentos coloniales fueron mutilados o pintados con consignas antirracistas.

En Colombia, los pueblos indígenas derribaron las estatuas de Belalcázar, Jiménez de Quesada y Colón, símbolo de una memoria que ya no les pertenece.

México también se sumó al gesto. En 2021, la escultura de Colón en Paseo de la Reforma fue retirada y reemplazada por una figura olmeca: la mujer de Amajac, representación de la resistencia originaria.

El mundo parecía entender que no se trata de borrar la historia, sino de dejar de venerar a los verdugos.

UN GIRO HISTÓRICO

Por eso, cuando Albares dijo “lamentamos”, no habló solo a México, sino a esa ola de memoria que recorre América.

Su discurso fue, al mismo tiempo, acto diplomático y reconocimiento tardío. “España nunca olvidará la acogida del pueblo mexicano a los exiliados republicanos”, añadió. Fue una línea de gratitud que selló un ciclo: los descendientes de los conquistados salvaron, siglos después, a los hijos de los conquistadores.

La historia se dio vuelta como un guante.

El gesto, sin embargo, también tiene cálculo. La diplomacia española busca recomponer la relación con México tras años de frialdad. Sheinbaum, científica de formación y política de instinto, lo supo leer con lucidez: convertir la frase en victoria moral, no en revancha.

Y lo hizo con sobriedad. No hubo bandera ni consigna. Solo una idea pronunciada con calma: el perdón no humilla, eleva.

EL PESO DE LA PALABRA

“Lamentamos” no es “perdón”, pero es el inicio del camino.

Es la grieta en el muro de piedra donde se cuela la voz de los pueblos silenciados.
Las naciones se transforman cuando sus élites se atreven a decir la verdad, aunque sea tarde y a medias.

Esa palabra, dicha en voz baja en un museo madrileño, cambió el tono de quinientos años de historia.

No repara las muertes, ni devuelve los templos, ni borra los despojos, pero abre una puerta simbólica: la de la justicia que llega sin coraza ni espada.

A veces —parece decir este episodio— la historia no avanza con fusiles ni cañones, sino con un adverbio murmurado entre diplomáticos.
Cinco siglos después, los imperios ya no disparan: susurran disculpas.
Y los pueblos que resistieron aprenden que la memoria también puede ganar batallas.

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