WASHINGTON.— En menos de dos meses, los ataques de Estados Unidos a narcolanchas en el Pacífico dejaron de ser un asunto lejano del Caribe venezolano para convertirse en un foco de tensión a 400 millas de las costas mexicanas.
Lo que comenzó como una ofensiva militar contra rutas de contrabando se transformó en una escalada diplomática y geopolítica que involucra directamente a México y amenaza con reconfigurar la seguridad del hemisferio.
El secretario de Guerra estadounidense, Pete Hegseth, informó que, por orden de Donald Trump, su país llevó a cabo un nuevo ataque “cinético y letal” contra un buque sospechoso en el Pacífico oriental.
Cuatro personas murieron, “narcoterroristas”, según el comunicado, sin que se presentaran pruebas ni identidades. El Pentágono aseguró que el ataque ocurrió en aguas internacionales y que ningún militar estadounidense resultó herido.
Horas antes, Hegseth había reportado otros tres ataques en la misma zona, con 14 muertos y un sobreviviente. Según el propio funcionario, “las autoridades mexicanas asumieron la coordinación del rescate”, una versión que México desmintió parcialmente y que derivó en una reacción inusual de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien expresó abiertamente su rechazo a este tipo de operativos y citó al embajador estadounidense Ronald Johnson a la Secretaría de Relaciones Exteriores.
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LÍNEA ROJA
Por primera vez en esta crisis, México marcó distancia de Washington. En un mensaje escueto pero contundente, la presidenta Sheinbaum afirmó: “No estamos de acuerdo con cómo se dan esos ataques”.
Lo hizo tras confirmar que la Marina realizaba una búsqueda humanitaria del sobreviviente, a unos 830 kilómetros de la costa de Guerrero. El gesto fue medido pero histórico: una advertencia diplomática a Estados Unidos para que no extienda su guerra marítima hacia aguas mexicanas.
El episodio evidencia un punto de inflexión. Hasta ahora, México había mantenido cautela ante la campaña militar de Trump contra embarcaciones en el Caribe —una operación sin mandato internacional, dirigida en apariencia contra el narcotráfico, pero con el claro propósito de debilitar al gobierno de Nicolás Maduro—.
El ataque del lunes, sin embargo, cambió la ecuación: se produjo mucho más cerca del territorio nacional y bajo un discurso abiertamente belicista.
Hegseth difundió un video de 30 segundos: se ven dos embarcaciones flotando juntas antes de ser destruidas por un misil. Ninguna prueba de armas, ninguna voz de advertencia.
La grabación, presentada como “evidencia”, reforzó el clima de impunidad que México decidió ya no tolerar. En su versión oficial, el Pentágono habla de narcotraficantes. En los hechos, se trata de ejecuciones extrajudiciales en alta mar, con 61 muertos en dos meses.
La reacción de Washington no tardó. Horas después de la protesta mexicana, el Departamento de Transporte estadounidense anunció sanciones aéreas que afectarán rutas de Aeroméxico, Volaris y Viva Aerobus desde el AIFA y el AICM.
Oficialmente, se habló de “violaciones al acuerdo bilateral de transporte aéreo”, pero la lectura política es otra: una represalia por la posición mexicana. El mensaje de Trump fue claro: la disidencia se paga con presión económica.
ESCALADA EN EL PACÍFICO
Desde septiembre, el gobierno de Estados Unidos ha realizado nueve ataques confirmados en el Caribe y el Pacífico. La Fase 1 se centró en Venezuela y Colombia; la Fase 2 comenzó el 21 de octubre con los primeros bombardeos frente a las costas colombianas y ahora se acerca peligrosamente a México.
El despliegue militar es descomunal: destructores de misiles guiados, cazas F-35, un submarino nuclear y el portaaviones Gerald Ford, con 5 000 marineros, rumbo al Caribe. Trump describe la operación como una “guerra contra el narcotráfico”, pero el patrón revela otra lógica: ataques sin orden judicial, sin control legislativo y sin pruebas.
De acuerdo con fuentes diplomáticas mexicanas, los últimos ataques ocurrieron a menos de 740 kilómetros del litoral nacional, lo que redefine la frontera marítima de riesgo. Por primera vez, la Marina mexicana tuvo que intervenir en una operación de rescate para cumplir obligaciones humanitarias, no como aliado militar.

GUERRA POLÍTICA Y MEDIÁTICA
Paralelamente, en Washington se libra otra batalla: la del relato. El Departamento de Guerra, rebautizado así por Hegseth, expulsó a más de la mitad de los periodistas acreditados que se negaron a firmar cláusulas de confidencialidad. Medios como CNN, NBC y The New York Times perdieron acceso a la información militar, reemplazados por portales afines al trumpismo que difunden versiones oficiales sin contrastar.
El vocero Sean Parnell celebró el cambio como “una nueva era de medios patriotas”. En la práctica, significa una prensa controlada y alineada con la narrativa de guerra. Los bombardeos a narcolanchas son filmados y difundidos con estética cinematográfica: misiles, humo y slogans de “defensa nacional”. El espectáculo sustituye al periodismo.
Este contexto explica por qué México se volvió el primer gobierno latinoamericano en desafiar públicamente la narrativa del exterminio. Lo hizo con prudencia, pero con firmeza. En un entorno donde casi todos callan, la protesta mexicana resonó como un acto de soberanía simbólica frente a un modelo de poder que confunde seguridad con dominación.
Los informes del Pentágono hablan de “narcoterroristas”. Las cancillerías regionales hablan de civiles asesinados sin proceso judicial. Entre ambas versiones hay un océano de opacidad.
Secuencia de ataques a presuntas narcolanchas en el Caribe y Pacífico (sep–oct 2025).
PROTOCOLO O IMPUNIDAD
La respuesta de Sheinbaum fue inusual por su firmeza. México rara vez eleva el tono ante Washington, pero esta vez la advertencia fue directa: no se permitirán operaciones militares cercanas al país. No fue un gesto improvisado, sino un cálculo político: mantener cabeza fría, pero pie firme.
La presidenta pidió revisar los protocolos bilaterales de seguridad marítima, insistiendo en que toda acción de interdicción debe ser coordinada con la Secretaría de Marina y bajo reglas humanitarias. “Queremos que se cumplan los tratados internacionales y que nunca haya violación a nuestra soberanía”, declaró.
El planteamiento mexicano no solo busca moderar el uso de la fuerza, sino evitar que el país quede atrapado en la narrativa de guerra total que promueve Trump. Si Estados Unidos normaliza ejecuciones extrajudiciales en alta mar, ¿qué impediría que un día las realice sobre embarcaciones mexicanas bajo el pretexto del narcotráfico?
Para Washington, aceptar un protocolo compartido implicaría ceder autonomía táctica. Para México, es una línea roja constitucional. En el fondo, lo que está en juego es quién define los límites de la guerra y cuál soberanía prevalece en el hemisferio.
RUTA DE COLISIÓN
El conflicto marítimo deja de ser un episodio aislado y se convierte en una prueba de liderazgo hemisférico. Sheinbaum busca mantener a México fuera del fuego cruzado entre el trumpismo y los gobiernos de la región que Estados Unidos considera incómodos. Su estrategia es clara: no caer en la provocación, pero tampoco retroceder.
Trump, en cambio, utiliza la escalada como plataforma electoral. Apuesta por la imagen del comandante implacable, capaz de “defender América” sin pedir permiso a nadie. En esa lógica, las sanciones aéreas, los misiles y la retórica belicista forman parte de una misma coreografía política.
El conflicto, entonces, ya no es solo militar. Es también simbólico y moral. México representa la moderación institucional; Trump, la supremacía del músculo. Y en ese duelo narrativo se juega mucho más que la ruta de unas lanchas: se define la relación futura entre autonomía latinoamericana y hegemonía estadounidense.
En este nuevo tablero, la guerra contra el narcotráfico se vuelve una excusa funcional para reactivar la doctrina del dominio hemisférico. México responde con diplomacia, pero su respuesta marca un precedente: cooperar sin subordinarse.
La guerra que se libra a mar abierto no puede ahogar el derecho, y la política que busca imponer un régimen no puede disfrazarse de operativo sin consecuencias. Lo que está en disputa no es solo una lancha en el Pacífico, sino el equilibrio mismo de poder en América.
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