Por Héctor Tapia
- Diciembre desnuda las desigualdades: luces para unos, penumbra para otros
- Elegir la solidaridad no cambia al mundo, pero sí vidas
La mesa está vacía. No hay mantel ni adornos, solo un par de platos despostillados. María observa a sus hijos, tres en total, que luchan por mantener el entusiasmo mientras decoran un viejo árbol de Navidad hecho con ramas de guano que habían recolectado detrás de la casa.
Afuera, las luces de las casas vecinas brillan como luciérnagas en un cielo oscuro, pero aquí, el foco de la cocina parpadea. En esta casa no se paga luz, como muchas otras en resistencia civil desde hace años, pero hoy ni siquiera eso basta: no hay para completar el gas, y la vieja estufa parece un adorno más en la penumbra.
El pequeño Tomás, de siete años, pregunta con voz suave: «¿Habrá cena esta vez, mamá?». María traga saliva y, sin mirarlo, murmura que sí, aunque sabe que el único festín serán los plátanos que le regalaron en la frutería.
En el patio, los hermanos más grandes intentan cazar una tilapia en el río cercano, mientras el aroma de un asado se cuela desde la casa de enfrente. María cierra los ojos un momento y sueña con un milagro: una cena completa, como las que veía en las telenovelas. Pero la realidad la golpea de nuevo: no hay dinero, no hay cena, no hay Navidad.
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La indiferencia no nace con nosotros; es algo que nos vamos poniendo con el tiempo, como el sombrero de palma bajo el sol, para protegernos del dolor ajeno.
En Tabasco, donde la vida a menudo transcurre entre el bullicio del mercado y el silencio de las comunidades rurales, aprendemos a mirar hacia otro lado porque mirar duele.
En diciembre, la contradicción se hace más grande. Las plazas vibran con villancicos y luces, mientras en las márgenes de Villahermosa y las rancherías apartadas, el frío húmedo cala tanto como el abandono. La miseria no avisa, pero ahí está, como el lodo que se pega en temporada de lluvias: incómoda, inevitable, pero ignorada.
Los pavos horneados pasan de mesa en mesa, pero ¿cuántas mesas estarán vacías? Encendemos luces de colores y nos refugiamos en la excusa de las «fiestas familiares», mientras las necesidades de otros quedan fuera de cuadro. Las campañas de caridad son como los nortes de noviembre: llegan, sacuden, pero pasan rápido.
Un pequeño acto que nos permite cerrar el año con la conciencia tranquila, pero sin cambiar nada de fondo.
El caparazón del olvido no es insensibilidad; es miedo. Miedo a que el dolor de otros nos alcance, a que sus tragedias nos toquen. Pero en ese proceso nos vamos deshumanizando.
Y lo que debería ser un tiempo de comunidad y encuentro se convierte en un espejismo: luces y risas que esconden, pero no borran, la desigualdad que nos rodea.
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En México, diciembre es una temporada de contrastes tan visibles como dolorosos. Según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), al primer trimestre de 2023, el 37.7% de la población mexicana, aproximadamente 48.7 millones de personas, no puede adquirir una canasta alimentaria básica con su ingreso laboral [https:// shorturl.at/al0c9].
Mientras tanto, quienes tienen mayor capacidad adquisitiva gastan, en promedio, 4,868 pesos en regalos navideños, acumulando un total de alrededor de 27 obsequios por hogar [https://shorturl.at/KVDlu].
Aunque estas cifras reflejan consumo y dinamismo económico, también muestran la otra cara: familias que se endeudan para cumplir expectativas sociales, mientras que otras no pueden ni siquiera garantizar alimento para la cena navideña.
El impacto de la inflación, que en octubre de 2024 cerró en un 4.76%, es particularmente severo en productos básicos como pollo, tortilla y frijol, que son esenciales para millones de mexicanos.
En Tabasco, donde los índices de pobreza superan los medios nacionales con un 50.9 por ciento de la población en situación de pobreza, las disparidades son aún más evidentes.
Mientras algunas familias urbanas disfrutan de cenas con pavo, bacalao y champán, en las zonas rurales el menú consiste, si acaso, en tamales o pollo, cuando pueden pagarlo.
En villas y rancherías sin luz o con apenas unas horas de electricidad al día, las noches decembrinas iluminadas en zonas residenciales de Tabasco destacan como un contraste doloroso.
Nuestra indiferencia hacia estas disparidades las refuerza.
En cada lista interminable de regalos, en cada mesa que rebosa comida que terminará en la basura, ignoramos que nuestras decisiones contribuyen a mantener un sistema que margina y discrimina.
La temporada navideña, que debería ser un momento de solidaridad, se ha convertido en un reflejo brutal de lo que somos como sociedad: consumidores voraces con memoria selectiva frente a la desigualdad.
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La solidaridad, en apariencia, es un pilar de nuestra humanidad, pero ¿realmente es parte de quienes somos o es solo un disfraz que nos ponemos en situaciones cómodas? Zygmunt Bauman [1925-2017], plantea que en una sociedad individualista y consumista, los vínculos humanos son frágiles, casi desechables.
La alemana Hannah Arendt [1906-1975] señala que la indiferencia ante el dolor ajeno es un acto de complicidad, mientras que el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría nos recuerda que la ética del barroco prioriza lo inmediato sobre lo trascendental. Bajo estas perspectivas, la solidaridad pierde su profundidad para convertirse en un gesto superficial, útil únicamente cuando no interfiere con nuestras prioridades personales.
Diciembre debería ser una temporada de unidad, pero muchas veces se convierte en el escaparate de nuestra desconexión. Regalamos, pero no nos involucramos.
Aplaudimos las iniciativas, pero no cuestionamos las estructuras que perpetúan las desigualdades.
En el fondo, ¿es más fácil mirar hacia otro lado porque enfrentar el sufrimiento ajeno significa admitir nuestras propias omisiones? La verdadera solidaridad no está en una despensa donada o en un juguete envuelto en papel brillante.
Está en la capacidad de incomodarnos, de aceptar que ser humano implica una responsabilidad ineludible: la de no ser indiferente al dolor de quienes comparten este tiempo y espacio con nosotros. ¿Estamos dispuestos a asumirla?
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Diciembre nos enfrenta con una verdad incómoda: no podemos cambiar el mundo entero, pero sí transformar la vida de alguien.
Cada decisión, por pequeña que parezca, es una elección entre contribuir o ignorar, entre construir un puente o reforzar un muro.
Es fácil caer en la trampa de la indiferencia, en esa ilusión de que el sufrimiento ajeno desaparece si miramos hacia otro lado.
Sin embargo, elegir la indiferencia no nos exime de la responsabilidad; solo nos convierte en cómplices del abandono. Mientras nuestras mesas se llenan de alimentos y risas, hay hogares —como el de María y sus hijos— donde la esperanza es tan frágil como el foco que apenas ilumina su sala. La indiferencia no nos salva del dolor de otros; Nos hunde en la complicidad silenciosa de su abandono. Mañana, diciembre comenzará. Hoy, podemos elegir entre ser espectadores de la desigualdad o parte del cambio.
Publicado en TabascoHoy.com