En México, si alguien ha hecho crítica política sin temor a represalias, ha sido la Muerte. No la del panteón ni la que cargan los dolientes, sino la que llega en papel de china, con rima burlona y humor afilado.
Esa Muerte tiene nombre de calavera literaria, y cada 2 de noviembre se calza su vestido de versos para bailar con el presidente, el regidor y hasta con el “tapado” que apenas empieza a saborear el poder. Porque si algo sabe hacer la Parca mexicana, es escribir lo que muchos callan.

Desde finales del siglo XIX, las calaveras literarias han servido para lo que muchos editoriales no se atreven: exhibir con humor a los poderosos. Las escriben en voz baja en mercados, escuelas, cantinas, y a veces se imprimen en diarios con el guiño cómplice de algún editor travieso.
La Muerte rima lo que el pueblo murmura. No importa si el blanco es el presidente de la república o el jefe de manzana, la calaca no distingue investiduras cuando decide soltar la metralla de la burla.
Y es que, entre tanto discurso hueco, informe maquillado y conferencia matutina, la risa sigue siendo una de las pocas cosas que no necesita permiso. Por eso las calaveras sobreviven: porque la Muerte tiene licencia para decir lo que los ciudadanos apenas insinúan. ¡Y vaya que lo dice rimando!
LA CALAVERA COMO VOTO SIMBÓLICO
Las calaveras literarias surgieron como versos irreverentes dedicados a personajes vivos, fingiendo que ya se murieron. Con humor y sarcasmo, se les retrata en situaciones absurdas, cometiendo los mismos pecados que en vida, pero ahora sin posibilidad de esconderlos. Aquí no hay blindaje legal, ni fuero, ni vocero que salve a un funcionario de ser exhibido por la Parca con una rima venenosa.
En un país donde el poder se ha disfrazado muchas veces de eternidad, las calaveras lo bajan del pedestal. La Muerte se convierte en una cronista popular, y cada verso funciona como un juicio simbólico. No es casualidad que durante el Porfiriato, la Revolución, el Maximato o el largo dominio del PRI, las calaveras sirvieran como un espejo crudo: el pueblo sabía que al menos ese día del año podía ajustar cuentas.
Y es que, en un país donde las elecciones han tenido su historia de sospechas, fraudes y dedazos, las calaveritas han funcionado como una especie de sufragio simbólico: un voto de castigo disfrazado de chiste. La gente, que a veces calla en las urnas por miedo o resignación, se desquita con tinta y métrica. La calavera no solo es burla: es justicia poética.
La tradición no necesita firmas ni trending topics. Basta con una hoja doblada, una rima mordaz y el ingenio popular. Porque cuando todo parece blindado, la calavera llega para dejar en cueros al poder, y lo hace bailando.

CUANDO EL PAPEL HABLA MÁS QUE EL DISCURSO
Desde Porfirio Díaz hasta Carlos Salinas de Gortari, pasando por Plutarco Elías Calles y Gustavo Díaz Ordaz, a todos les han compuesto su calavera. Algunas fueron clandestinas, otras se leyeron en voz baja, y unas cuantas aparecieron en la prensa con tanto doble sentido que el censor no supo si reír o arrestar al autor.
Las calaveras se burlaron de los presidentes más solemnes, de los generales con charola, de los secretarios con cartera y hasta del “tapado” que nadie conocía pero todos sabían que iba para grande. Nadie escapó del huesudo juicio popular. La crónica nacional puede leerse en esos versos donde la Muerte se da el gusto de llevarse al que nunca pagó por sus excesos.
No es menor el hecho de que muchas de estas calaveras circularon cuando la libertad de expresión era poco más que una figura decorativa. En ese contexto, cada rima era una especie de misil disfrazado de chascarrillo. Y aunque fueran firmadas por “La Calaca”, todos entendían el mensaje.
La tradición sigue viva, aunque a veces se esconde. Y cada tanto, cuando el ambiente político se carga de cinismo, la calavera regresa como ese recordatorio de que la Muerte no perdona… ni olvida.

Durante más de tres décadas, el caricaturista tabasqueño Urrusti ha retratado con su estilo ácido y colorido a la Muerte como cronista crítica de la vida pública local. Sus calaveras ilustradas, como esta dedicada a la Secretaría de Cultura de Tabasco, han servido de termómetro social en diarios, redes y exposiciones, manteniendo viva una tradición gráfica profundamente política.
TABASCO TAMBIÉN TIENE HUESITOS QUE CONTAR
En Tabasco también se ha escrito calaveras. No todas impresas, muchas fueron orales, nacidas en las cantinas de Villahermosa, en los cafés de Macuspana o entre los cronistas populares que conocen a los regidores de nombre y de deuda.
Se cuentan calaveritas de un alcalde que inauguró un panteón y terminó quedándose sin tumbas… porque todos eran para sus compadres. O del funcionario que tanto se escondió de los medios que la Muerte le dejó un recado: “¡Ni yo te encuentro!”.
Hay algo profundamente local en el humor de las calaveras tabasqueñas. Son ruidosas, directas, llenas de nombres propios y apodos que todos entienden. Y aunque algunas no pasen de la anécdota oral, funcionan como registro alterno de la historia política local: la que no aparece en informes ni en boletines, pero que todos conocen.
Este año podría aparecer una calaverita que diga algo como:
A Palacio fue la flaca,
buscando al de la butaca,
‘No vengo por el presupuesto,
solo a ver quién hace el gesto’.
Ríase usted si quiere. Pero cada vez que una calavera aparece, alguien poderoso tiembla un poquito. Porque en ese juego de versos y huesos, la Muerte se vuelve periodista y el pueblo redactor.
LA PARCA NO PERDONA, PERO SE DIVIERTE
Mientras haya injusticia, poder y soberbia, habrá calaveras. Y mientras el pueblo siga encontrando en la risa una forma de crítica, la Muerte tendrá papel, tinta y ganas de rumbear con algún funcionario. En México, la democracia a veces se escribe con urnas… pero siempre se corrige en octosílabo.
Las calaveras literarias son un termómetro de la frustración popular. Aparecen cuando la realidad se vuelve tan absurda que solo cabe la risa. Funcionan como memoria crítica: ese “te lo dije” que queda cuando todo lo demás falla. Y aunque hoy compitan con memes y tiktoks, siguen teniendo un poder que no envejece.’

La Muerte, en México, no es solo final: es crónica, denuncia y catarsis. Una calaverita bien escrita puede morder más que una columna editorial. Y eso lo saben bien los políticos, aunque no lo digan.
Así que, ¡aguas, señores políticos! Porque los muertos no votan, pero sí se burlan. Y la risa, cuando está bien escrita, puede ser más filosa que un juicio de la Auditoría Superior.
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