Héctor I. Tapia
En México, la banda presidencial no es solo un accesorio que marca el inicio de un mandato. Es el símbolo máximo de poder y responsabilidad, y su entrega suele estar rodeada de una solemnidad que pocas veces se ve alterada. Sin embargo, como todo símbolo cargado de historia, la banda también ha sido testigo de momentos incómodos que revelan lo humano detrás de los mandatarios.
Miguel de la Madrid Hurtado, un hombre alto, recibió la banda presidencial en 1982. En su caso, la banda estaba hecha a su medida, pero para su sucesor, Carlos Salinas de Gortari, de menor estatura, la banda pareció más larga de lo necesario.
Al verla colgada sobre el cuerpo de Salinas, se notaba un desajuste irónico: como si la prenda, hecha para De la Madrid, no encontrara un lugar adecuado en el cuerpo del nuevo presidente. Aquel desajuste, aparentemente insignificante, dejó entrever que el poder que estaba recibiendo Salinas venía con un peso y una historia que no serían fáciles de manejar.
Salinas, con 1.70 metros, lidiaba con una banda diseñada para un hombre más alto. Este contraste físico no pasó desapercibido para los observadores, pero la banda, demasiado larga para su estatura, era una metáfora del enorme reto que enfrentaba al asumir el país en un contexto de transición política y económica. Parecía, desde ese primer momento, que el cargo le quedaría grande en más de un sentido.
Pero no fue el único caso en el que la banda presidencial no logró ajustarse a su portador. En el sexenio de Vicente Fox, el presidente más alto en la historia de México, con 1.92 metros, la banda fue confeccionada para él, un hombre de grandes proporciones. A su sucesor, Felipe Calderón, que mide solo 1.69 metros, le fue entregada esa misma banda, y el resultado fue cómico: parecía que la prenda le arrastraba, haciéndolo ver pequeño y fuera de lugar en un momento clave para el país.
Calderón asumió la presidencia en medio de un ambiente tenso, rodeado de acusaciones de fraude, y la banda, que se le colocó entre empujones y gritos en el Congreso, no hacía más que subrayar la sensación de que algo no encajaba del todo en su mandato. Era un presidente que, físicamente, no lograba llenar el espacio que la banda —y el poder— le exigían ocupar.
Aquel día de diciembre de 2006, la banda de Fox, que parecía más bien un enorme cinturón para Calderón, casi le arrastraba al suelo mientras la oposición le gritaba ‘usurpador’ en el área de las banderas del Congreso, donde lo recibieron con abucheos.
Calderón, que ya enfrentaba las consecuencias de un proceso electoral plagado de controversias, tuvo que abrirse paso entre empujones y protestas para recibir el símbolo de su investidura. Entre la solemnidad del evento y la tensión política, la banda, diseñada para un hombre mucho más alto, hacía parecer a Calderón como una figura desbordada por el peso de las expectativas que le aguardaban.
Aquel día de diciembre de 2006, la banda de Fox, que parecía más bien un enorme cinturón para Calderón, casi le arrastraba al suelo mientras la oposición le gritaba ‘usurpador’ en el área de las banderas del Congreso, donde lo recibieron con abucheos.
El contraste más marcado, sin embargo, lo encontramos en la historia reciente, cuando Andrés Manuel López Obrador recibió la banda presidencial hecha a la medida de Claudia Sheinbaum, una mujer de constitución delgada. López Obrador, con una figura más robusta, casi obesa, se encontró con una banda que parecía apretarle.
El lienzo tricolor, diseñado para la figura esbelta de Sheinbaum, se ajustaba de manera incómoda en el cuerpo de AMLO, provocando una imagen peculiar: una prenda que simboliza el poder, pero que en ese momento parecía limitar la libertad de movimiento del mandatario. La ironía no pasó desapercibida, y muchos vieron en esa escena una representación del peso de las expectativas que recaían sobre López Obrador.
Finalmente, el pasado 1 de octubre, López Obrador entregó la banda a Claudia Sheinbaum, la primera mujer presidenta de México. El momento fue histórico, no solo por la transición de poder, sino por lo que representaba la banda en este contexto: un símbolo de continuidad y cambio, ajustado esta vez a la figura de una mujer delgada, que marcaba el inicio de una nueva era en la política mexicana.
Entre todos estos eventos, la banda presidencial ha sido testigo de transiciones llenas de simbolismo, pero también de momentos donde lo solemne se mezcla con lo humano. Los presidentes, a pesar de su investidura, siguen siendo figuras frágiles ante la historia, y la banda, ese trozo de tela que debería ajustarse perfectamente a sus cuerpos, a menudo revela las tensiones y los desajustes de sus mandatos.
La banda presidencial, confeccionada cada seis años en los talleres de la Secretaría de la Defensa Nacional, es un símbolo cuidadosamente elaborado, con sus franjas verde, blanco y rojo, y el Escudo Nacional bordado en hilos de oro y plata. Pero su colocación en el cuerpo de cada mandatario parece ser, más que un acto protocolario, un reflejo de las dificultades que cada uno enfrentará durante su sexenio.
Porque, aunque la banda esté diseñada a la medida, el poder nunca se ajusta del todo de manera perfecta. Y aunque cada sexenio ve la confección de una nueva banda presidencial, adaptada físicamente a su nuevo portador, los desajustes simbólicos persisten.
Calderón, aquel «chaparrito de lentes», tuvo que cargar con una banda que casi le arrastraba, pero, más allá de la incomodidad física, también tuvo que lidiar con el peso de las acusaciones que marcaban su elección, y el poder que nunca pareció estar del todo alineado con su figura. Los empujones en el Congreso ese día de diciembre fueron solo el preludio de un sexenio lleno de tensiones.
Por otro lado, la banda de López Obrador, diseñada para el cuerpo delgado de Claudia Sheinbaum, no encajaba en su figura robusta. Mientras el país esperaba grandes cambios, el símbolo del poder parecía recordarle que la carga no era fácil de llevar, ni siquiera físicamente.
En cada sexenio, la banda presidencial es testigo de un nuevo capítulo en la historia del país. Ha pasado por momentos de gloria, de crisis y de transición. Y en cada entrega, la prenda parece guardar un mensaje oculto, un recordatorio de que el poder en México nunca es fácil de llevar. Porque, a fin de cuentas, la banda no es solo un accesorio.
Es una carga simbólica que, a lo largo de los años, ha revelado lo que pocos quieren admitir: que, más allá de la política y el poder, quienes la portan siguen siendo humanos, frágiles y, a veces, incapaces de ajustarse a las expectativas que el país deposita en ellos.
Así, la banda presidencial se convierte en un espejo de la realidad mexicana, una realidad donde el poder y la responsabilidad a menudo se sienten desmesurados para quienes los ostentan. Y aunque los presidentes pasan, la banda permanece, testigo silencioso de las transformaciones de una nación que, como sus mandatarios, también busca ajustarse a los tiempos que le toca vivir.