Una mañana cálida de sábado, la Plaza La Ceiba amaneció vestida de blanco. Pero no fue por la luz del sol filtrándose entre los árboles centenarios del Palacio Municipal de Centro, sino por los vestidos, las guayaberas, los lazos trenzados, las miradas nerviosas y los suspiros compartidos. Sesenta y tres parejas se dijeron “sí” al mismo tiempo, en una escena que no por repetida dejó de ser conmovedora.
No hubo alfombra roja, pero sí una marimba que le puso ritmo de pueblo al paso de los novios. No hubo carpas lujosas, pero sí sombra de ceibas y un mariachi que hizo de testigo sonoro.
Era la Boda Colectiva 2025 convocada por el Ayuntamiento de Centro, una ceremonia donde el amor se legalizó con lápiz, papel y beso frente al oficial del Registro Civil número 1, Óscar Santos Hernández.
“Les hago de su conocimiento que el matrimonio civil es un vínculo legal y emocional”, pronunció el juez, y por un momento, el bullicio se congeló. Cada pareja —en su mundo, con su historia— recibió esas palabras como un eco que resonó más allá del protocolo.

La alcaldesa Yolanda Osuna Huerta, madrina honoraria del acto, fue clara: “Este acto trasciende la formalidad jurídica. Es confianza mutua, responsabilidad y proyecto de vida”. Y sí: en cada uno de esos 63 vínculos había algo de urgencia, de justicia y de esperanza.
EL AMOR SE FORMALIZA EN GRUPO
La escena podría parecer sacada de una película de comedia romántica si no fuera por su trasfondo social. Las bodas colectivas, como las que se celebran cada año en Centro, igualan el derecho al matrimonio. Permiten que personas que ya viven juntas —con hijos, deudas o sueños— accedan a un papel que antes les resultaba inalcanzable.
La alcaldesa lo explicó sin rodeos: “Nuestro compromiso es que la situación económica no sea un impedimento para ejercer este derecho”. Por eso el Ayuntamiento absorbió los costos: actas, trámites, mobiliario, música, pastel. Y por eso el evento fue más que un acto civil: fue un acto de justicia.
En muchos hogares, el matrimonio llega después de las complicaciones. En estas bodas, en cambio, el matrimonio llega como punto de partida. Como una especie de promesa formal de que habrá futuro, aunque el presente siga con deudas, calor o incertidumbre.
Y ahí estaba, entre los novios, la pareja simbólica: Heidi Chablé Hernández y José González Hernández. Firmaron el acta en representación de los demás. Ella, sonriente, agradeció en voz alta: “Nos llevamos la alegría de saber que el amor sigue siendo motivo de celebración comunitaria”.
EL “SÍ” CON SABOR A PUEBLO
Luego vinieron los votos, los anillos, los besos… y los aplausos. No uno, sino decenas, como olas que golpeaban la plaza. Había niños que lanzaban confeti y señoras que lloraban discretamente. Había adolescentes tomándose selfies y abuelas abrazando fuerte. La ceremonia era colectiva, pero las emociones eran profundamente individuales.
El calor no detuvo la celebración. Al contrario: los abanicos improvisados, los ramos de flores de plástico, los zapatos nuevos aún por domar, eran parte del paisaje. Así como lo fueron los documentos sellados, los testigos nerviosos, los pasteles partidos en comunidad. Nadie se fue sin sonrisa. Nadie se fue sin foto.



La marimba Lira de Villahermosa le puso sabor tropical a la formalidad. Luego, el mariachi Villahermosa entró como si anunciara un final feliz. Sonaron “Motivos” y “Te lo pido por favor”. Y no faltó quien lloró cuando se escuchó el verso: “No me imagino mis heridas si te vas”.
HISTORIA, SENTIDO Y FUTURO
Las bodas colectivas no son nuevas. En México comenzaron a tomar fuerza en los años 90 como respuesta a las desigualdades legales y económicas. En el Zócalo, en plazas ejidales, en auditorios públicos, estas ceremonias han servido para formalizar amores que el sistema ignoró durante años.
En zonas rurales o indígenas, son clave para garantizar la identidad jurídica de las mujeres, los hijos y el patrimonio familiar. También han servido para visibilizar uniones de la diversidad sexual en contextos donde aún se imponen prejuicios. En resumen: el “sí acepto” colectivo es también una forma de decir “sí a mis derechos”.
En Guerrero, por ejemplo, una pareja de 90 y 88 años se casó en una boda colectiva tras seis décadas de convivencia. Dijeron que no lo hacían por necesidad, sino por amor y respeto. Esa es la sustancia de estos eventos: dignificar el amor más allá del rito tradicional.
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Y en Centro, Tabasco, esa sustancia estuvo presente en cada abrazo, en cada sonrisa nerviosa, en cada firma plasmada con la tinta de lo que se siente y no siempre se dice.
PUNTO FINAL, CON PASTEL
Antes del cierre, la alcaldesa Yolanda Osuna anunció una nueva boda colectiva para diciembre. “Este compromiso es permanente: fortalecer a las familias y garantizar este derecho civil”, dijo. Y entonces, los cuchillos entraron en el pastel, los celulares captaron la última foto y la plaza se llenó de risas que se mezclaban con los ecos de la marimba.
Nadie se fue con las manos vacías. Se fueron con un acta, un anillo y un inicio. Y aunque no todos empezaban desde cero, todos comenzaron algo nuevo ese día.
Porque en tiempos de desencanto y desencuentros, decir “sí” frente a todos —y a pesar de todo— es un acto de valor que merece ser celebrado
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