CDMX.— La crisis detonada por la marcha de la llamada Generación Z y reavivada por las declaraciones del presidente Donald Trump ha terminado por alterar incluso la liturgia cívico-militar del país.
El episodio, que empezó como un estallido de violencia en el Zócalo, derivó no sólo en procesos judiciales inciertos y acusaciones cruzadas de abuso policial, sino en un reajuste institucional que revela el delicado equilibrio entre seguridad interna, soberanía y presión exterior. En ese cruce de tensiones se encuentra hoy México, obligado a sostener la cabeza fría mientras el entorno exige respuestas firmes.
La Fiscalía capitalina presentó ante el juez de control a ocho detenidos: dos fueron vinculados a proceso por robo y lesiones y llevarán su causa en libertad con firma periódica; cinco solicitaron duplicidad del término y quedaron bajo prisión preventiva.
Sus defensores alegan que varios presentan lesiones cuyo origen no ha sido esclarecido y que existen videos que podrían matizar el relato acusatorio. La judicialización del caso avanza entre sospechas de exceso policial, imputaciones fragmentadas y un clima político contaminado. El proceso no se reduce a sancionar delitos, sino a sostener la legitimidad de la autoridad en medio de la disputa narrativa.

CONTENCIÓN INTERNA
La Secretaría de la Defensa Nacional introdujo un cambio insólito: modificó la ruta tradicional del desfile del 20 de noviembre, recortando el recorrido histórico que iba del Zócalo al Campo Militar Marte.
Este año, el trayecto será únicamente del Zócalo al Monumento a la Revolución, menos de tres kilómetros. Para una institución donde el protocolo es doctrina, alterar la ruta equivale a emitir un mensaje.
Según mandos consultados, se trata de reducir zonas de riesgo, evitar puntos donde el domingo hubo agresiones y mantener al contingente en un perímetro más controlado. Es, en los hechos, una respuesta preventiva ante la convocatoria de una nueva marcha bajo el mismo membrete Generación Z para este jueves, justo en vísperas del desfile.
La medida implica leer el momento político como un terreno movedizo: anticipar disturbios, acotar exposición del personal militar y asegurar capacidad táctica en caso de provocaciones.
No es sólo logística, es un diagnóstico: las tensiones no se han disipado y la insistencia del grupo convocante en retornar al Zócalo eleva el nivel de alerta. El Estado actúa con cautela, consciente de que cualquier chispa puede desbordar la calle o alimentar el discurso intervencionista del exterior.




PRESIÓN EXTERNA
A esa tensión interna se superpone la amenaza verbal del mandatario estadunidense. Trump afirmó que “no tendría problema” en lanzar ataques contra México para detener el narcotráfico.
En el mismo aliento, vinculó los disturbios del sábado con su narrativa intervencionista: “he estado viendo lo que pasó en la Ciudad de México”. Es la enésima vez que confunde cooperación con ultimátum y política exterior con presión unilateral.
Sin evidencia verificable, aseguró conocer “la puerta de cada narcotraficante” y defendió operaciones militares recientes sin admitir responsabilidad por civiles asesinados en ataques en altamar.
Frente a ese exabrupto, la presidenta Claudia Sheinbaum sostuvo la línea: “no va a ocurrir”. Reiteró que México no solicitará tropas extranjeras y recordó la intervención estadunidense que costó la mitad del territorio nacional.
Enfatizó que, en sus conversaciones con Trump, ha marcado claramente los límites: coordinación sí; subordinación, nunca. La mandataria no cedió a la provocación y mantuvo el mensaje de Estado: la soberanía no es negociable. Es una respuesta que apela al temple, no al estruendo, y busca evitar que la prudencia sea interpretada como debilidad.
CALLE Y SOBERANÍA
En la carpeta de investigación se detalla que 77 policías resultaron lesionados y se presentaron denuncias por amenazas a un agente que fue atacado en el suelo. Las cifras desmontan la idea de una protesta pacífica o generacional.
Tampoco hubo un pliego político articulado: sólo consignas iracundas amplificadas por una televisora interesada en dramatizar el caos. La supuesta “Generación Z” no articuló agenda, pero su membrete logró activar una cadena de efectos políticos, judiciales y diplomáticos.
Por ello, la decisión de la Sedena de acotar el desfile y la firmeza presidencial frente a Trump forman parte del mismo intento de contención: evitar que el ruido interno sea instrumentalizado por intereses externos, y que la disputa callejera derive en chantaje diplomático.
La crisis de soberanía no se expresa únicamente en la frontera ni en el discurso del vecino del norte: también se disputa en las plazas públicas, en el relato mediático y en la capacidad del Estado para mantener la gobernabilidad sin caer en la tentación del exceso.
México entra a una semana clave. Hay audiencias por concluir, un desfile vigilado, una nueva marcha convocada y un vecino incómodo dispuesto a convertir cualquier chispa en argumento. En ese escenario, la sobriedad es un acto de poder.


