SHARM EL SHEJI.— El presidente Donald Trump habló de un “avance trascendental” y de “un nuevo comienzo para un hermoso Medio Oriente”. Lo dijo con la emoción del que se sabe protagonista, mientras firmaba en Egipto un documento de alto el fuego junto a Egipto, Turquía y Qatar tras dos años de guerra entre Israel y Hamás en la devastada Franja de Gaza.
El gesto selló el día en que 20 rehenes israelíes volvieron vivos a casa y en que Israel liberó a más de 1.900 prisioneros palestinos. “Es hermoso verlo”, resumió el presidente, consciente de que el precio de esta belleza está pintado con dolor.

Las escenas de reencuentro fueron un nudo en la garganta: en Israel, familias que esperaron durante dos años vieron bajar a los suyos de helicópteros y vehículos de la Cruz Roja; en Ramala y en Gaza, madres y hermanas contaron los minutos frente a listas impresas, a la salida de Ofer o en la puerta del Hospital Nasser.
En la plaza de los Rehenes, en Tel Aviv, se bailó cuando las pantallas gigantes mostraron los primeros abrazos. Y en la Knéset, una platea entusiasta ovacionó a Trump, que devolvió la cortesía: “Han ganado. Ahora traduzcamos las victorias militares en paz y prosperidad”.
El nuevo dispositivo no se agota en las fotos. Sobre la mesa hay un despliegue internacional de estabilización para Gaza –con participación de Egipto, Qatar y Turquía y posible refuerzo de Emiratos Árabes Unidos–, un comité tecnocrático provisional para la administración del enclave y una ruta de reconstrucción con financiamiento del Golfo.
Las piezas están en movimiento; los detalles, aún bajo discusión. Lo cierto es que el acuerdo tiene el sello de un esfuerzo colectivo que excede la presión decisiva de Washington sobre Benjamin Netanyahu.
Pero la política siempre cobra su diezmo. Los líderes árabes llegan con razones morales –poner fin al sufrimiento en un enclave donde las autoridades locales calculan 67.000 muertos– y también con razones domésticas: el apoyo a la causa palestina legitima puertas adentro.
Egipto, primer país árabe que reconoció a Israel en 1978, busca reafirmarse como actor regional; Qatar consolida su perfil de mediador global; Turquía asoma tarde pero con apetito por los contratos de reconstrucción.
ESCENAS Y PODER
Horas después de los anuncios, Trump se robó el foco. Agasajado en Jerusalén, voló a Sharm el-Sheij para una “cumbre de paz” que lo mostró cosechando diplomacia donde otros la sembraron: El Cairo condujo el arduo puente con Hamás y frenó ideas maximalistas –como la despoblación de Gaza–; Doha volvió a ser bisagra entre enemigos, como antes en Congo-Ruanda o Israel-Irán; Ankara puso el empujón final para que Hamás aceptara. La foto es amplia; el pie, compartido.

Para Netanyahu, la jornada fue oxígeno. Sonrió, llamó a Trump “el mejor amigo que Israel tuvo en la Casa Blanca” y prometió trabajar con él. Afuera, la calle que cada fin de semana exigía alto el fuego y acuerdo por los rehenes describió la sensación como “increíble”. “Esto no habría ocurrido si dependiera de Netanyahu”, dijo Diti, 27 años, con los altavoces anunciando otra tanda de liberaciones.
La otra cara estuvo en Ramala: buses con palestinos liberados abriendo paso entre multitudes y controles; relatos de allanamientos previos en casas que habían preparado decoraciones; prohibiciones de viaje a familiares; deportaciones de más de 150 condenados a cadena perpetua a Egipto, Turquía o Qatar. La alegría convivió con el filo de la humillación.

Y en Gaza, el dolor tiene nombre. Entre los 1.700 detenidos en el enclave desde el 7 de octubre, 22 eran menores, retenidos sin juicio bajo la ley de “combatientes ilegales”. Investigaciones de prensa documentaron abusos, torturas y violencia sexual en centros de detención.
El caso de Naseem al-Radea estremeció: salió sin cargos tras más de un año preso y encontró asesinada a casi toda su familia y su casa arrasada. “Pensé en volver a abrazarlos”, dijo. No pudo.
DISEÑO Y DILEMAS
La arquitectura del acuerdo trae promesas y trampas. Egipto, único árabe con frontera con Gaza, será bisagra para el flujo de materiales y empleo: ya hay proyectos de cemento y insumos para la reconstrucción. Pero El Cairo no puede financiar la obra: el Golfo pondrá los miles de millones. Turquía y sus empresas quieren una porción de los contratos, como hicieron en Siria.
El dispositivo de seguridad será la prueba de fuego. Si Israel mantiene el rechazo a una solución de dos Estados y si la vida no mejora en Gaza, el humor puede girar: las fuerzas árabes corren el riesgo de ser vistas como ocupación que hace el trabajo sucio. Nadie quiere repetir la historia: Jordania (1960s) y Líbano (1975-1990) son recuerdos vivos de cómo los desplazamientos masivos desestabilizan estados enteros.

Para Qatar, este es otro ladrillo en su relato: del bloqueo regional a nodo de diplomacia global. Para Egipto, un reingreso al centro del tablero tras años a la sombra de los petro-reinos. Y para Trump, una consolidación de su marca personal: el líder que impulsa canjes, ceses del fuego y fuerzas multinacionales. Le servirá dentro de casa y también en un Medio Oriente que registra cada gesto.
El cálculo, sin embargo, no resuelve lo esencial: ¿cómo se sostiene la paz cuando el duelo es la norma? Israel carga el trauma del 7 de octubre y la sociedad israelí sigue partida entre seguridad y pacto; Palestina acumula décadas de ocupación, despojo y ahora ruinas. Para que el alto el fuego sea más que un paréntesis, la ecuación deberá incluir derechos, garantías y horizonte político.
LO ACORDADO Y LO PENDIENTE
- Intercambio: 20 rehenes israelíes por 1.900 prisioneros y detenidos palestinos.
- Seguridad: diseño de fuerza internacional de estabilización (Egipto-Qatar-Turquía, posible EAU).
- Gobernanza: comité tecnocrático provisional para la administración de Gaza.
- Reconstrucción: liderazgo financiero del Golfo; capacidad logística egipcia; empresas turcas interesadas.
LO QUE VIENE
El día después empieza hoy. El intercambio de 20 rehenes por 1.900 prisioneros es un primer paso. La fuerza de estabilización debe definirse –mandatos, reglas de enfrentamiento, cronograma– y el comité tecnocrático tendrá que administrar la urgencia sin convertirse en tutelaje eterno. Emiratos, gran donante en Gaza, puede acelerar la ayuda humanitaria; Arabia Saudita, si se suma, pondrá volumen y quizá reabra el debate sobre normalización con Israel.
Netanyahu transita su política del funambulista: saluda a Trump y celebra, pero su coalición convive con socios que rechazan concesiones. Hamás obtiene un alivio tangible –presos, legitimación de facto, tiempo–, pero cede iniciativa a actores árabes que no controlará. Trump capitaliza el momento; ya dejó dicho que “nace un nuevo y hermoso día”. La prueba, como siempre, no estará en la ceremonia sino en el barro.
La trastienda es contable y humana. Empresas turcas y constructoras egipcias se preparan para licitaciones; Qatar amplía su rol de pagador y árbitro; los familiares de un lado y del otro intentan recomponer la vida.
En Tel Aviv, la plaza de los Rehenes abrió espacio para el baile; en Ramala, las madres rezaron entre abrazos y advertencias; en Khan Younis, alguien trepó un bus para abrazar a un liberado a través de la ventana. La paz, cuando asoma, suele hacerlo así: entre el grito y la lágrima.

Y sin embargo, el riesgo está escrito. Si la reconstrucción no llega o llega para pocos, si la seguridad se gestiona sin derechos, el ciclo volverá a girar. La diplomacia evita naufragios; el acuerdo político los impide. Este alto el fuego tiene nombres propios y responsables. También tiene víctimas que exigen algo simple y gigantesco: que esta vez sea de verdad.
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