Tras cinco años, regresan las lanchitas del río Grijalva en Villahermosa. Crónica de abandono, memoria y una ciudad que vuelve a cruzar el agua.

ESPECIAL | Derribaron los muelles, callaron el río… pero las lanchitas volvieron

El embarcadero Macuilís revive; cinco años después, cruzar retoma el costo de cinco pesos.

A las diez con once minutos de la mañana, la lancha blanca y silenciosa —bautizada “Barrio Mágico”— cortó el agua turbia del Grijalva. En el muelle del Macuilís, un niño de mochila verde y sandalias esperaba junto a su abuela.

La mujer observaba en silencio, con las manos cruzadas al frente, la mirada fija en el río. Llevaba cinco años sin pararse ahí. Desde el último día en que dejaron de cruzar, durante la pandemia, nadie volvió a decirle si las lanchitas regresarían.

—Allá iba yo, m’hijo —dijo apenas—. A ese mercado de allá, donde está el Pino Suárez.

El niño le preguntó si era cierto que antes cruzaban todos los días en lancha. Ella no respondió. Solo asintió y ajustó la banda elástica que sujetaba su sombrero. Una bocina anunció el embarque.

El operador saludó como en otros tiempos: una mano en alto, la otra sujetando el brazo del motor. La mujer respiró hondo. Cruzó la cuerda amarilla y subió, sin prisa.

El río nunca olvida”, murmuró ella, como si hablara consigo misma.

Vecinos de Gaviotas Norte esperan su turno para abordar las nuevas lanchitas. La tarifa, de cinco pesos, fue definida en consulta vecinal.

El día que el río se quedó mudo

El último cruce ocurrió una mañana sin anuncio. La lancha salió del embarcadero de La Manga con tres pasajeros. El operador saludó como siempre, amarró al llegar al muelle de Macuilís, y al terminar el viaje, apagó el motor sin saber que sería la última vez. Era 2020. El virus ya estaba en el aire, y el malecón empezaba a cerrarse por tramos.

Primero vino el confinamiento. Luego llegaron las obras. Con maquinaria pesada, el viejo embarcadero del CICOM —cerrado desde las inundaciones de 2007— fue desmontado sin ceremonia. Después desapareció el muelle del Duende, y por último, el de La Manga. Nadie dijo cuándo volverían.

Años antes, en 2019, el Ayuntamiento de Centro había licitado la operación de las lanchitas por quince años. Era, en teoría, el intento por modernizar el sistema. Pero con la pandemia, la empresa concesionaria nunca arrancó. Y en paralelo, las intervenciones urbanas del nuevo malecón borraron toda señal de los puntos de embarque. Quedó el río, pero no sus puertas.

Gaviotas, acostumbrada a cruzar al centro en cinco minutos por cinco pesos, quedó de pronto desconectada. Los más viejos sabían que no era la primera vez: el río siempre ha dado y quitado, pero esta vez fue distinto. El silencio duró cinco años.

Y lo que dolía no era el transporte, era el abandono. Las lanchitas eran algo más: el modo en que una ciudad se miraba a sí misma sobre el agua.

Desde El Duende hasta hoy: nueve décadas cruzando el río

Mucho antes de que existieran embarcaderos formales o chalecos de seguridad, el río ya era camino. En la década de 1930, cuando la margen derecha del Grijalva apenas empezaba a poblarse, las aves marinas que seguían a los barcos mercantes —algunos de ellos, según relatos locales, provenientes de Europa— comenzaron a posarse en la zona. Con el tiempo, esos vuelos le darían nombre al lugar: Las Gaviotas.

Fue entonces, en medio de calles de tierra y agua sin puente, cuando apareció don Isabelino García Cruz, un hombre de baja estatura y sombrero hongo, a quien todos llamaban “El Duende”.

Por diez centavos cruzaba a la gente de un lado a otro en su chalana. Sin horarios ni reglamentos, solo con la certeza de que el río separaba… y alguien tenía que unir.

Pasaron más de cincuenta años antes de que esa práctica se volviera oficial. En 1984, el Ayuntamiento de Centro formalizó el servicio con cuatro pasos fluviales: Macuilís, La Manga, CICOM y uno nombrado en honor a su pionero: el Paso del Duende. El cruce fluvial se volvió rutina diaria para miles de habitantes del sur de Villahermosa.

La historia suma ya más de noventa años. En todo ese tiempo, el río ha sido un espejo, un atajo y un símbolo. Pero también ha sido frágil. En 2007, una gran inundación dañó el malecón y clausuró definitivamente el paso CICOM. Fue el primer golpe visible. Luego vendrían otros, más silenciosos.

Las lanchitas que estorbaron a la modernidad

Durante décadas, las lanchitas fueron invisibles para el poder. Estaban ahí, cruzando el Grijalva con su motor leve y constante, como si no molestaran a nadie. Pero cuando llegó la idea de “modernizar” el malecón, su silencio comenzó a estorbar.

En 2019, el Ayuntamiento de Centro intentó encauzar el sistema bajo un esquema de concesión: una licitación de quince años para operar los pasos fluviales, renovar embarcaciones y formalizar rutas.

La iniciativa buscaba dar orden y legalidad a un servicio que, hasta entonces, funcionaba más por costumbre que por norma. Sin embargo, el proyecto naufragó antes de zarpar. El concesionario ganó en papel, pero nunca recibió condiciones claras de operación.

Después vino la pandemia. En marzo de 2020, el servicio fluvial se detuvo sin comunicado oficial. Para cuando las restricciones sanitarias comenzaron a ceder, ya no quedaban muelles.

La maquinaria pesada de las obras del nuevo malecón —a cargo de la SEDATU— había demolido los embarcaderos sin aviso ni consulta. Ni una placa, ni un anuncio: solo polvo y concreto fresco donde antes amarraban las lanchas.

El paso CICOM llevaba años cerrado desde la inundación de 2007. Pero en esos años también se perdió el muelle de La Manga, el embarcadero del Duende —cuyo nombre venía del apodo de su remero original— y el de Macuilís quedó sin mantenimiento, cubierto de maleza.

En los hechos, el río dejó de ser camino. La ciudad se cerró sobre sí misma, creyendo que borrar el pasado era avanzar. Las lanchitas no fueron suspendidas: fueron borradas. Y con ellas, un pequeño sistema de movilidad que durante años alivió la vida cotidiana de miles de personas.

En ese vacío, las lanchitas quedaron reducidas a recuerdo. Un recuerdo incómodo para el urbanismo que impone plazas secas donde antes había agua viva.

Una ciudad se sube a la lancha

El sol caía en vertical sobre el malecón Carlos A. Madrazo cuando las lanchas “Villahermosa” y “Barrio Mágico” zarparon por primera vez en cinco años. A bordo viajaban funcionarios de todos los niveles, militares, delegados municipales, medios locales y un puñado de invitados especiales: entre ellos, el ex marchista Domingo Colín, el pitcher Juan Pablo Oramas y el creador del famoso “Cerdito Gaviotero”. Ninguno de ellos necesitaba presentación: eran parte del folclor de la ciudad que alguna vez cruzó ese río como rutina.

La lancha avanzó suave, como si no hubiera pasado el tiempo, deslizándose sobre el Grijalva hasta alcanzar la orilla opuesta, en el parque Solidaridad, en Gaviotas Norte. Del otro lado, decenas de vecinos ya esperaban en fila. Un par de niños agitaban banderines. Había gente que se persignaba antes de abordar, y una señora que dejó caer discretamente una flor al agua.

La presidenta municipal Yolanda Osuna fue clara: “Esta reactivación tiene que ver con nuestra historia, con nuestra identidad”. Luego miró al público y agregó: “Los habitantes de Gaviotas lo pidieron durante cinco años. Hoy, al fin, cruzan de nuevo”.

El gobernador Javier May recogió la idea y la amplificó: “Tenemos ríos que cualquier ciudad del mundo querría tener. Este sistema fluvial es solo el inicio. Vamos a conectar desde Indeco hasta Pueblo Nuevo. Y vamos a hacerlo navegando”.

Ese día, el servicio fue gratuito. A partir de la próxima semana, costará cinco pesos. Pero más allá del precio, el gesto era otro: las lanchitas habían vuelto. Y en su regreso, lo que se reactivó no fue solo una ruta fluvial, sino un vínculo roto entre el centro y su periferia.

Villahermosa y Barrio Mágico: las nuevas reinas del río

Las dos embarcaciones que reactivaron el sistema fluvial no fueron compradas, fueron construidas desde cero. Llevan nombres con carga emocional: “Villahermosa” y “Barrio Mágico”. La primera, con capacidad para 56 pasajeros; la segunda, para 40.

Ambas fueron diseñadas y fabricadas por la Secretaría de Marina en el Centro de Reparaciones Navales No. 5, en el puerto de Frontera, Centla. Cuentan con motores fuera de borda, estructura cubierta, señalización visible y un equipo básico de seguridad: chalecos salvavidas, aros flotantes, extintores y botiquín.

Se conducen mediante palanca de motor, no timón. No hay lujos, pero sí dignidad fluvial. Son, literalmente, una promesa flotando.

Voces del agua: los vecinos

A un costado del muelle recién pintado, con la lancha todavía flotando al fondo, la señora Inés no podía dejar de mirar. “Yo crecí cruzando ese río. Primero con mi papá, que vendía pozol en el mercado, y luego con mis hijos. Cuando cerraron esto, sentí que nos cerraban la ciudad”.

Un poco más atrás, César —18 años, mochila escolar al hombro— confesó que nunca había cruzado en lancha. “Yo nomás lo escuchaba en casa. Mis tías hablaban del paso del Duende como si fuera leyenda. Ahora ya lo viví”.

Marina, vendedora ambulante, apenas pudo contener las lágrimas cuando subió. “¿Sabe cuánto gastaba yo en colectivo para ir al centro? Veinte pesos diarios. Ahora serán diez. Es como si me devolvieran un derecho”.

Un señor jubilado, de boina y bastón, se acercó sin que nadie lo llamara. “Yo reme aquí en los ochenta. No por trabajo, por gusto. Había respeto por el agua. El río era más limpio, y la gente también”.

Las voces no pedían nostalgia. Pedían continuidad. A pie de muelle, no se hablaba de modernidad ni de conectividad: se hablaba de memoria, de ahorro, de volver a sentirse parte de la ciudad.

Del cerro a la lancha: el nuevo plan estatal

Para el gobernador Javier May, las lanchitas no son una anécdota recuperada: son el punto de partida de un nuevo modelo de movilidad. En su discurso del 26 de mayo, lo dijo sin rodeos: “Tenemos ríos que cualquier ciudad del mundo estaría orgullosa de mostrar”.

Lo que antes fue un cruce popular, ahora se plantea como un eje estructural.
El plan es ambicioso. La visión del gobierno estatal contempla ampliar el sistema de transporte fluvial desde la colonia Indeco —al suroriente de la ciudad— hasta la villa Pueblo Nuevo Las Raíces, al norte.

Es decir, un trayecto que conectaría barrios periféricos, zonas populares y núcleos comerciales a través del Grijalva.

El proyecto aún no tiene fechas ni presupuestos definidos, pero la apuesta es clara: convertir el río en vía de transporte, pero también en atractivo turístico. Un sistema fluvial que no compita con los camiones, sino que libere presión al asfalto y devuelva al agua su función urbana.

La pregunta que flota, sin embargo, no es si es posible. Es si ahora, al fin, sabremos sostenerlo.

Lo que el río devuelve

La lancha “Barrio Mágico” regresó al embarcadero minutos antes del mediodía. El operador detuvo el motor, echó el cabo y esperó a que bajaran los pasajeros uno a uno. Al final del grupo venía la misma mujer de sombrero que, horas antes, miraba el río sin decir palabra. Caminaba más tranquila.

—¿Te gustó, m’hijo? —preguntó al niño, que todavía sostenía el boleto gratis en la mano.

Él asintió sin hablar. La lancha ya había zarpado de nuevo. Ella volvió a mirar el agua, como quien reconoce un rostro antiguo. Luego se ajustó el sombrero y empezó a caminar rumbo al mercado.

Durante cinco años, el río dejó de cruzarse. Pero el río siguió ahí. Como una promesa quieta. Como una ciudad que espera. Y ahora que las lanchitas han vuelto, no es solo una embarcación lo que flota. Es la posibilidad —si se cuida— de que el agua vuelva a unir lo que el concreto partió.

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