Con motivo del 71 cumpleaños del ex presidente Andrés Manuel López Obrador y luego de 43 días de haber entregado la banda presidencial, tiempo en el cual ha permanecido alejado de las apariciones públicas, acudimos al género narrativo para imaginar, desde la ficción, cómo podría ser su día a día en su retiro en La Chingada, su rancho en Palenque, Chiapas. La imaginación vuela. Esta es una ficción (que podría ser verdad), una creación literaria que explora las posibilidades de la vida de un personaje que, aunque se ha retirado, permanece en la memoria colectiva. Todo parecido con la realidad es mera coincidencia.
Una mañana en La Chingada, mientras el primer rayo de sol se filtraba por los árboles de su rancho en Palenque, Andrés Manuel López Obrador sintió la añoranza de un viejo amigo: el bullicio de la Ciudad de México. A sus 71 años, con el retiro recién estrenado, algo en su interior lo invitaba a asomarse nuevamente al país que había dejado en manos de otros.
Sabía que la paz de la selva y la vida en su rancho le brindaban ese cobijo tan ansiado, pero también sentía que un viaje de regreso al altiplano le permitiría atisbar cómo la Cuarta Transformación, su gran proyecto, estaba echando raíces en el México que ahora observaba desde la distancia.
Así fue como, un par de días después, apareció de forma discreta en la capital . Viajaba sin el ajetreo ni los reflectores de antaño, pero con los ojos atentos al panorama que se desplegaba ante él. Mientras recorría las calles de la Ciudad de México, López Obrador que vigilaba la metrópoli, en sus horas tempranas, conservaba el mismo aroma a maíz y frijol en los mercados y los cafés de barrio.
Sin embargo, no tardará en percibir cambios. Claudia Sheinbaum había iniciado su gobierno con una mezcla de continuidad y novedad, y eso le generaba una sensación ambigua: su pupila seguía los pasos que él trazó, pero le ponía su propio sello. Le resultaba extraño y, a la vez, talentoso ver que los programas sociales que él instauró no solo seguían en pie, sino que también habían tomado una vida propia.
AMLO sintió una satisfacción sincera al escuchar a la gente de a pie comentar sobre los apoyos que ahora les llegaban puntuales y, en algunos casos, incrementados. En los parques y las esquinas del centro, escuchó hablar de la pensión universal para adultos mayores y del nuevo impulso que la Ciudad de México le daba a la educación.
Observaba en silencio, casi como un espectador, y asentía para sí mismo, reconociendo que su legado seguía ahí, aunque transformado, bajo la mano de Sheinbaum.
Pero, como buen observador, también notó cosas que le incomodaban. En algunas zonas, el tráfico parecía peor que nunca, y el ruido de los autos y las motocicletas reventaba sus oídos, grabándole las luchas que libró por un transporte público digno y accesible.
«Falta más austeridad», pensó al ver edificios recién remozados y otros proyectos costosos que, en su mente, habrían podido esperar. Quizás había notado que la dinámica del gobierno ya no resonaba con la misma fuerza en su discurso de ‘primeros los pobres’; percibía ciertos intereses, ciertos rostros, que le parecían demasiado familiares de épocas pasadas, y eso lo inquietaba.
El contraste entre lo que era y lo que es lo dejó pensativo, pero en silencio. Sin decir nada, subió a un taxi que lo llevó al oriente de la ciudad, a ese bastión de las clases trabajadoras que él tanto había defendido. Al pasar por los muros grafiteados y las avenidas abarrotadas de vendedores, sintió un extraño sentido de nostalgia. La ciudad le hablaba, pero ya no era suya; ahora pertenecía a Sheinbaum, quien trazó su propio camino, y eso, al final, le parecía justo.
Después de un par de días, López Obrador dejó la ciudad y emprendió su camino hacia Tabasco, donde lo esperaba otra visita: su amigo y aliado, Javier May, quien ahora gobernaba en circunstancias nada envidiables. Cuando llegó a Villahermosa, el calor y el verde exuberante le dieron la bienvenida.
Tabasco le recordaba sus años de lucha, los tiempos en que caminó las calles y recorrió las comunidades con la promesa de una transformación para todos. En May vio a un gobernante comprometido, alguien que trataba de seguir su camino en el terreno difícil del gobierno.
Sabía de las dificultades financieras y de los problemas de seguridad que ahogaban a Tabasco, del presupuesto comprometido por la administración anterior y de la burocracia que devoraba los recursos, pero también sabía de la tenacidad de su amigo, quien esperaba al menos que enero llegara para poder maniobrar con un presupuesto propio.
López Obrador pasó por el malecón, saludó a algunos conocidos y sintió una mezcla de tristeza y orgullo al ver que el proyecto por el que tanto trabajó seguía en pie, aunque atravesando vientos difíciles.
En algún momento, tomó a May por el hombro y le dijo en voz baja, como un consejo de esos que salen del alma: «El camino es duro, pero no te detengas. La gente confía en ti; mantén los pies en la tierra y sigue adelante, que esta tierra necesita más que promesas, necesita acciones».
Y así, después de unos días entre la nostalgia de la capital y el verde de Tabasco, López Obrador regresó a La Chingada, su refugio en Palenque. Allí, en el silencio de la selva y rodeado de sus libros de historia prehispánica, encontró la paz que tanto anhelaba.
Volvió a sus días de escritura, a sus reflexiones entre senderos y al contacto con la naturaleza, pero en su mente quedaba claro que México seguía adelante, con cambios, con retos, con sus propios rostros. Y mientras escribía, pensaba que, tal vez, esa era la mejor forma de decirle adiós a un país que ya había dejado en manos de otros, aunque siempre, en el fondo, sintiera el peso de su huella.