Héctor I. Tapia
La muerte de Martín Alberto Medina Sonda no puede entenderse como un hecho aislado. Es otra pieza en la cadena de ruinas humanas y cadáveres políticos que dejó tras de sí el sexenio de Andrés Granier Melo y la dupla que lo acompañó en el saqueo: su secretario de Finanzas, José Manuel Saiz Pineda, y un círculo de cómplices que hicieron del erario un botín.
Medina Sonda, yucateco, contador de 46 años, apareció muerto en una celda del Creset de Villahermosa. Autoridades confirmaron que no presentaba signos visibles de violencia externa y que, posiblemente, se había suicidado.
La Fiscalía General del Estado (FGE) abrió una investigación. Su caída, como la de tantos otros, no puede desligarse de aquella red de corrupción que saqueó Tabasco entre 2007 y 2012 y que, paradójicamente, pese a pruebas, expedientes y escándalos, fue exonerada en el arranque del gobierno de Adán Augusto López Hernández.
SAQUEO OBSCENO
El saqueo de Granier no solo se midió en cifras, sino en símbolos. Mientras Tabasco padecía inundaciones y hospitales colapsados, el entonces gobernador y su secretario de Finanzas acumulaban propiedades en el extranjero: tres departamentos en Florida, dos casas en Houston, un penthouse en Manhattan y otro inmueble en Beverly Hills, a pasos de Rodeo Drive. En audios filtrados tras su salida del poder, el propio Granier presumía la compra de zapatos exclusivos en Rodeo Drive, como si el lujo fuera parte de su uniforme.
A la colección de esta trama se sumaban Ferraris y motocicletas de alto lujo. Era la obscenidad de los excesos en un estado que sufrió la peor inundación de su historia moderna, que lo dejó empobrecido.
Las investigaciones oficiales detallaron que Saiz y Medina Sonda, entonces director de Hereditas Consultores Patrimoniales, operaron una red de despachos contables que desvió más de 2,400 millones de pesos.
En paralelo, se identificó que Saiz, su esposa y Medina llegaron a acumular siete propiedades de lujo en Nueva York, Los Ángeles, Miami y Houston, valuadas en 39.2 millones de dólares, además de siete cuentas bancarias en Canadá, Bermudas y Estados Unidos.
Lo indignante no fue solo el saqueo, sino la impunidad que siguió: Granier y Saiz fueron liberados y exonerados por Adán Augusto López apenas arrancado su gobierno. De un plumazo, el expediente político quedó cerrado, aunque las huellas del robo eran inocultables.
AMÍLCAR, EL COMPADRE EN SOMBRA
En esa historia aparece otro nombre: Amílcar Sala, compadre de Granier, sin cargo oficial, pero con poder real. No era secretario ni subsecretario; era, en los hechos, el gran asignador de contratos de obra pública. Todos los caminos pasaban por su despacho privado, convertido en un ministerio paralelo de sobornos. Allí se repartían licitaciones y se cobraban porcentajes.
Quien quisiera construir carreteras, puentes o edificios públicos debía pasar por esa romería. Era un sistema de peajes políticos donde la obra pública se convirtió en fuente personal de enriquecimiento. Tras el sexenio, Amílcar se mudó a Brasil, millonario, como tantos otros que navegaron entre las aguas del poder y la corrupción.
Lo más insultante es que Andrés Granier Melo camina hoy libre por las calles de Villahermosa. En restaurantes se le ve con la sonrisa del “inocente perseguido”, como si fuera víctima y no verdugo.
Su hijo, Fabián Granier, ha intentado regresar a la escena pública con discursos de moralidad y hasta candidaturas que el PRI le ha ofrecido dos veces. La memoria corta de la política mexicana alcanza para ese tipo de paradojas: el hijo de quien saqueó el estado hoy puede presentarse como alternativa de futuro.
Mientras tanto, Saiz Pineda vive con holgura en Houston. Sus propiedades, sus viajes, sus comodidades contrastan con la ruina en que quedó Tabasco tras el desfalco.
EL SOCIO CAÍDO
Ahí entra Medina Sonda. Conoció a Saiz en un curso de contabilidad en Mérida. La amistad se convirtió en negocio y el negocio en crimen. En noviembre de 2007 reclamó como suyos ocho millones de pesos en efectivo hallados en una avioneta en Mérida, procedente de Tabasco.
Argumentó que el dinero era para comprar tierras ejidales en Yucatán. La versión no convenció: las autoridades lo incautaron por sospecha de procedencia ilícita. Ese episodio fue el detonante de las investigaciones que acabarían arrastrándolo.
En 2017, un juez penal lo sentenció a 12 años y seis meses de prisión por operaciones con recursos de procedencia ilícita y lo obligó a resarcir al erario cerca de 10 millones de pesos. En 2019, desde el propio penal, llegó la condena mayor: 50 años de prisión por el feminicidio agravado de su ex esposa, Emma Gabriela Molina Canto, cometido en Mérida en 2017.
El feminicidio fue el capítulo más oscuro. En 2012, Medina Sonda había utilizado sus influencias en Tabasco para despojar a Emma de la custodia de sus tres hijos, incluso logró encarcelarla acusada de robo.
En 2014, la CNDH emitió una recomendación contra autoridades tabasqueñas y yucatecas por violar los derechos de Emma y de sus hijos. Ya preso, ordenó el asesinato: la Fiscalía de Yucatán lo señaló como autor intelectual.
En 2021, el Tribunal Superior de Justicia de Yucatán ratificó la condena y le sumó seis años más por incumplimiento de pensión alimenticia, además de una multa de 8.6 millones de pesos en favor de los niños.
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RUINAS HUMANAS
La vida de Medina Sonda se desplomó con brutalidad. De empresario a lavador, de socio político a feminicida, terminó muerto en una celda del Creset.
Su trayectoria refleja la otra cara del saqueo: mientras los jefes políticos viven en mansiones y penthouse, los operadores de segunda línea terminan hundidos en procesos judiciales, fugas desesperadas y celdas sombrías.
La muerte de Medina Sonda, oficialmente presentada como suicidio, es un símbolo brutal. No se trata solo de un hombre que cayó: es el eco de un sistema político que permitió que la corrupción no solo se midiera en millones de pesos desviados, sino en vidas destrozadas.
Granier, exonerado; Saiz, libre en Houston; Amílcar, millonario en Brasil. Medina Sonda, en cambio, muerto en prisión. El contraste es contundente: los peces gordos pasean en Miami o Nueva York; los eslabones débiles terminan en el panteón.
El caso de Granier es la prueba de que en México la justicia puede reciclarse al ritmo de la política. Un día se les exhibe como símbolos de la corrupción; al siguiente, se les exculpa para limpiar el tablero. El saqueo queda como anécdota, los bienes como herencia y los cadáveres como estadísticas.
¿Dónde queda la memoria colectiva? ¿Cómo se explica que un gobernador que presumía zapatos en Rodeo Drive hoy camine libre por Villahermosa? ¿Qué significa que su hijo intente dar lecciones de moral en un estado donde el saqueo todavía pesa en la conciencia social?
El saqueo de Granier no solo quebró las finanzas públicas. Quebró vidas. Medina Sonda es la muestra. No fue el único: funcionarios, cómplices, empresarios de medio pelo, todos arrastrados a un juego en el que el botín era gigantesco y la ruina casi inevitable. La corrupción no solo roba dinero: roba destinos, roba familias, roba futuro.
La muerte de Medina Sonda debería haber sido el cierre de un ciclo. Pero en Tabasco la historia se repite. Los cadáveres se acumulan, los exgobernadores reaparecen, los hijos heredan candidaturas y los cómplices disfrutan de sus fortunas en Houston, Florida o Brasil.
Granier, libre; Saiz, rico; Amílcar, magnate. Medina Sonda, muerto. Ese es el saldo.
Un cadáver más a la cuenta de Andrés Granier Melo. Mientras él camina libre —en Villahermosa, en Miami o en Rodeo Drive, donde presumía comprar zapatos exclusivos—, las ruinas humanas que dejó atrás siguen cayendo como fichas de dominó. El saqueo no solo vació las arcas: dejó un cementerio político y social que Tabasco todavía carga.
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