Bermúdez prófugo: ¿165 muertos después?

La historia de cómo un modelo criminal se salió de control, y por qué su caída pone al poder entre la espada y la verdad.

En la mañana del 14 de febrero de 2025, mientras la mayoría de los tabasqueños pensaba en flores, chocolates y el caos vehicular del Día del Amor, Hernán Bermúdez Requena, el hombre que por más de cuatro años fue el encargado de la seguridad pública del estado, abordaba un vuelo en el aeropuerto de Mérida. Su destino: Panamá. Su objetivo: huir.

Ese mismo día, casi a la misma hora, un juez local libraba una orden de aprehensión en su contra.

No fue coincidencia. Tampoco fue azar.

El dato fue revelado meses después, con tono militar y precisión quirúrgica, por el comandante de la 30 Zona Militar, general Miguel Ángel López Martínez, durante una entrevista en Radio Fórmula. La frase, lanzada al aire sin adjetivos, cayó como una bomba de profundidad sobre el tablero político de Tabasco:

“El 14 de febrero salió la orden de aprehensión contra Requena. Ese día hay registros de que abandonó el país desde Mérida hacia Panamá”.

De ahí, siguió la ruta clásica de quien sabe cómo eludir la red: Panamá, luego España, y después Brasilia, donde —según fuentes militares— se encuentra hasta hoy, fuera del alcance inmediato de las autoridades mexicanas, pero no de Interpol, que ya ha sido notificada.

El exjefe policiaco, conocido en los informes de inteligencia como “el Comandante H”, no huyó por temor. Huyó porque sabía. Sabía lo que había hecho, lo que otros habían permitido y lo que —tarde, pero finalmente— alguien iba a cobrar.

Lo más grave no es que escapara. Lo verdaderamente inquietante es que pudo hacerlo.

Ninguna alerta migratoria. Ningún cerco previo. Ninguna medida cautelar. En ese momento, no pesaba sobre él ningún expediente judicial activo, pese a que desde hacía meses —incluso años— su nombre aparecía en documentos militares, en mantas criminales y en los corrillos políticos como el jefe real de “La Barredora”, el grupo armado que controló territorios, plazas y rutas de Tabasco bajo una estructura de poder que hoy parece desmoronarse.

El 14 de febrero no se convirtió solo en la fecha de una orden judicial. Se convirtió en una línea divisoria. Hasta entonces, todo era silencio, complicidad, pactos tácitos. Desde entonces, todo ha sido ruptura, exposiciones públicas y reconstrucción institucional.

Como suele pasar en México, la justicia llegó tarde. Pero esta vez, alguien dejó constancia exacta del momento en que empezó a moverse.

LA POLICÍA PARALELA

Durante años, Tabasco tuvo dos estructuras de seguridad: una formal y visible, con uniformes, patrullas y conferencias de prensa; y otra informal, silenciosa y operativa, que no respondía a protocolos sino a intereses. A esta segunda se le conoció como La Barredora.

Según informes militares, este grupo no surgió desde las sombras del crimen, sino desde la oficina del poder. Fue creado, según distintas fuentes, con un propósito específico: contener a otros grupos criminales, garantizar el control territorial y administrar la violencia desde dentro del propio Estado.

Fue una apuesta peligrosa: permitir que un grupo armado operara con respaldo institucional, bajo la lógica del “mal menor”. Un pacto sin firma que se sostenía en la vieja regla no escrita de la política: mientras no explote, funciona.

Y funcionó, hasta que dejó de hacerlo.

En diciembre de 2023, un grupo armado atacó la residencia de Bermúdez en el fraccionamiento Campestre. La versión más aceptada: se trató de un intento de asesinato orquestado por antiguos aliados tras una ruptura interna en La Barredora.”

Cuando el nuevo gobierno asumió funciones, ya era tarde. Lo que había sido una herramienta encubierta del poder se había transformado en un actor autónomo delictivo con capacidad armada, estructura territorial y lógica de cartel.

El general Miguel Ángel López Martínez, encargado hoy de la estrategia de seguridad en Tabasco, lo dijo sin rodeos:

“Cuando llegamos aquí, esos líderes importantes, originales de La Barredora, no tenían orden de aprehensión”.

Entre ellos estaban Prada, Tomasín, Ulises, Pinto, “El Rayo”, “La Mosca”, “El Gato”. Todos, según el general, participaron en una reunión clave el 23 de diciembre de 2023. Todos eran conocidos. Todos operaban a la vista. Y sin embargo, ninguno tenía cargo judicial alguno.

Era el rostro más corrosivo de la impunidad: los criminales no se ocultaban, eran parte del sistema.

A la par, las estructuras formales de la Secretaría de Seguridad estaban deterioradas a propósito. El general lo explicó así:

“En ese modelo delictivo que tenían, parte del problema era que dejaron en abandono las estructuras de seguridad, porque así les convenía”.

Policías mal pagados, envejecidos, con enfermedades sin atender, operando sin recursos ni respaldo. La descomposición no era casual: la habían provocado desde dentro.

Ese fue el modelo de seguridad que dejó la administración anterior. Uno que no se basaba en inteligencia, estrategia o Estado de derecho, sino en alianzas oscuras, controles fácticos y pactos silenciosos.

Ahora, al frente de la estrategia de seguridad, el Ejército y las fiscalías han girado órdenes de aprehensión contra todos esos nombres. Pero el daño estructural ya estaba hecho.

Comandante H”: del blindaje al exilio

Durante años, Hernán Bermúdez Requena fue el funcionario inamovible. Nombrado Secretario de Seguridad Pública por Adán Augusto López Hernández en 2019, ratificado por Carlos Merino Campos en 2021 y sostenido hasta los primeros días de 2024, su figura parecía inmune a los cambios de administración y a las acusaciones públicas.

Su poder no solo residía en el cargo, sino en las redes que tejió alrededor del mismo: una estructura de control territorial, político y delictivo que operó como brazo invisible del Estado y como escudo de impunidad para quienes estaban dentro del sistema.

En los informes militares filtrados por Guacamaya Leaks, su nombre aparece como parte central de esa maquinaria: el “Comandante H”, presunto operador de La Barredora, implicado en tráfico de migrantes, cobro de piso, y protección a grupos delictivos.

Desde el anonimato, Bermúdez había autorizado —según esos reportes— que un operador criminal apodado Pantera tomara el control del municipio de Huimanguillo y parte de Cárdenas. El documento hablaba de una estructura de cártel policiaco, funcional y protegida.

Durante meses, la tensión creció. Las primeras señales de fractura surgieron en diciembre de 2023, cuando un grupo armado atacó la casa de Bermúdez en el fraccionamiento Campestre, en lo que fue interpretado como una advertencia de traición o ruptura. En ese momento, la violencia comenzó a escalar. La crisis se volvió inocultable.

Pese a las alertas, no fue sino hasta el 14 de febrero de 2025 cuando se libró una orden de aprehensión en su contra. Ese mismo día, según reveló el general Miguel Ángel López Martínez, comandante de la 30 Zona Militar, Bermúdez tomó un vuelo desde Mérida hacia Panamá. En días posteriores, fue rastreado en España y luego en Brasil. Hasta ahora, no ha sido detenido.

Las autoridades mexicanas ya han iniciado el proceso de colaboración con Interpol. “Yo creo que si me preguntas qué hace falta, yo respondería: agarrar a esos líderes”, dijo el general en entrevista con Radio Fórmula.

La caída de Bermúdez —y su fuga— revela mucho más que una historia personal de corrupción o traición. Muestra la larga vida de un sistema de protección institucional que, incluso en retirada, permitió a uno de sus exponentes escapar del país el mismo día en que se giró la orden en su contra.

En palabras del propio gobernador Javier May Rodríguez, pronunciadas semanas antes de que se conociera la orden: “Nosotros nunca vamos a pactar con la delincuencia organizada. Va a haber cero impunidad. (…) Aquí era vox populi quién comandaba La Barredora. ¿O no sabemos?”

La huida de Bermúdez Requena no solo confirma que muchos sabían: evidencia que también muchos lo dejaron escapar.

165 MUERTOS DESPUÉS

La ruptura tuvo un precio.

En octubre de 2024, el primer mes completo de la nueva administración, Tabasco registró 68 homicidios. En noviembre, la cifra subió a 97 asesinatos. En dos meses, 165 personas fueron ejecutadas en las calles, rancherías y carreteras del estado. Los números no eran solo alarmantes: eran una señal. La paz aparente se había sostenido sobre un equilibrio tan frágil como perverso. Y ese equilibrio acababa de colapsar.

El control que mantenía La Barredora —esa policía paralela tolerada por el poder— ya no existía. El grupo, privado de protección institucional, se fracturó. El Cártel Jalisco Nueva Generación aprovechó el vacío. Se reactivaron disputas por rutas de tráfico, cobro de piso, zonas de narcomenudeo. Y Tabasco, hasta entonces considerado un estado de tránsito, se convirtió en campo de batalla.

“La violencia no es nueva. Lo nuevo es que ahora se expone con toda su crudeza”, diría días después un funcionario estatal.

Los datos duros confirmaron lo que en las calles ya se sentía como una ola:

  • Homicidios dolosos: de 271 en 2023 a 921 en 2024.
  • Delitos con arma de fuego: de 12.6 a 33.6 por cada 100 mil habitantes.
  • Narcomenudeo: crecimiento sostenido en Villahermosa, Cárdenas, Macuspana y Huimanguillo.

El golpe fue tan fuerte que el Índice de Paz México 2025 colocó a Tabasco como el estado con mayor deterioro en el país: cayó del lugar 8 al 21 en un solo año. Ninguna otra entidad sufrió una regresión similar.

El dato más inquietante no estaba en los números, sino en su interpretación. Según el informe del Instituto para la Economía y la Paz, la causa directa del colapso fue la disolución del grupo criminal dominante. Es decir, no fue la llegada de un nuevo gobierno. Fue la ruptura de un pacto oscuro que mantenía la violencia contenida… al precio de la impunidad.

Pero hay una lectura más profunda —y acaso más incómoda— de lo que ocurrió.

Desde el inicio de su campaña, el hoy gobernador Javier May Rodríguez fue tajante: “Nosotros nunca vamos a pactar con la mafia”. La frase se repitió en mítines, entrevistas y conferencias. A algunos les pareció un discurso más. A otros, un anuncio de ruptura.

Hoy, esa promesa cobra sentido retroactivo.

Hay indicios suficientes para sostener que el candidato y luego gobernador no aceptó, ni siquiera como herencia silenciosa, el sistema de contención criminal que venía operando desde la Secretaría de Seguridad Pública. Si alguna vez le fue propuesto mantener las cosas como estaban, la respuesta fue no.

Y ese no tuvo consecuencias.


Los otros nombres: la red que nadie quiso romper

Durante años, operaron con chaleco, insignias oficiales y placas del Estado. Eran jefes operativos, comandantes regionales, mandos tácticos.

Pero debajo del uniforme, una lealtad distinta los unía: eran parte de una estructura que funcionaba como un cartel con cobertura institucional. El nombre que se popularizó en las calles fue “La Barredora”. Su origen: “La Hermandad”. Su objetivo: todo.

El general Miguel Ángel López Martínez lo dijo sin rodeos: “Los que estaban en esa reunión del 23 de diciembre ya tienen orden de aprehensión: Requena, Prada, Tomasín, Pinto”. El resto de los apodos suena a thriller: El Gato. El Rayo. La Mosca. El Pantera.

“Todos sabían”, dijo el gobernador Javier May Rodríguez.

Y hoy, los que callaron, están en riesgo de que también sus nombres aparezcan en la lista de los que permitieron el colapso.

De todos ellos, solo Tomasín ha sido capturado. El resto, como Hernán Bermúdez, aprovechó lo que les quedaba del sistema: información, contactos y tiempo.

No fueron simples policías que se corrompieron. Eran una red. Controlaban zonas geográficas, operaban retenes migratorios, extorsionaban bares, traficaban personas, protegían cargamentos y —según reportes de inteligencia— establecieron vínculos operativos con el Cártel Jalisco Nueva Generación.

La línea de mando era difusa, pero letal: lo mismo respondían a un superior de Seguridad Pública que a un operador criminal con código de radio. Lo sabían todos. Lo ignoraron todos.


El modelo colapsó antes de que May asumiera. En diciembre de 2023, un mes antes de su llegada formal al poder, la ruptura dentro de La Barredora fue violenta y frontal. La escena fue elocuente: el entonces secretario Hernán Bermúdez fue atacado en su propia casa del Campestre, en lo que muchos interpretaron como una advertencia de traición o desplazamiento.

A partir de ahí, el grupo se fracturó. Surgieron nuevos liderazgos. Las lealtades se disolvieron. La estructura que antes operaba como brazo encubierto del poder se convirtió en un cártel autónomo.

Cuando el nuevo gobierno tomó el control formal del estado, el sistema de seguridad ya no estaba bajo control. Lo que había sido una herramienta de administración del delito se había transformado en una maquinaria criminal armada, territorial y despiadada.

Es probable que el origen de la violencia no esté solo en la ruptura del equilibrio. Esté en la negativa de darle continuidad. Y esa negativa, aunque correcta, desató uno de los episodios más oscuros que ha vivido Tabasco en tiempos recientes.

LOS QUE SABÍAN Y CALLAN

Durante casi cinco años, Hernán Bermúdez Requena fue el rostro visible —y luego invisible— de la seguridad pública en Tabasco. Fue designado por Adán Augusto López Hernández, ratificado por Carlos Merino Campos, sostenido durante dos administraciones enteras y, pese a los informes, mantas y filtraciones, intocable.’

Su nombre aparece en documentos de inteligencia desde 2022. En los archivos filtrados por Guacamaya Leaks, su alias —el “Comandante H”— figuraba como presunto líder de una red criminal que operaba con cobertura institucional. Se le relacionaba con el grupo La Barredora. Se le atribuía capacidad de mando. Se le mencionaba en negociaciones con presuntos delincuentes.

Y sin embargo, no pasó nada.

En noviembre de 2024, ya con un nuevo gobierno en funciones, el gobernador Javier May Rodríguez rompió el silencio que había cubierto el tema durante años:

“Todos sabían. Aquí era vox pópuli quién comandaba La Barredora”.

La frase cayó con peso histórico. No era una denuncia judicial, pero sí una señal de ruptura con el pasado. Y también, una invitación silenciosa a que quienes estuvieron al frente, dieran la cara.

No lo hicieron.

Adán Augusto López, exgobernador, exsecretario de Gobernación, actual senador y uno de los políticos más influyentes de Morena, fue cuestionado por la prensa. Su respuesta fue breve:

“No conozco las declaraciones del gobernador y no opino sobre asuntos que no conozco”.

Evadió. No confrontó. No explicó.

Ese silencio —deliberado o estratégico— fue más elocuente que cualquier declaración. Porque lo que hoy sacude a Tabasco no es solo el estallido de la violencia, sino la memoria de cómo se permitió que el crimen operara desde dentro del Estado.

El general Miguel Ángel López Martínez, actual coordinador de seguridad, fue más directo. En su entrevista con el periodista Gabriel Aysa Marín de Radio Fórmula, soltó los nombres que nadie había querido decir:

“Prácticamente todos ya tienen orden de aprehensión: Requena, Prada, Tomasín —ya cayó—, Pinto. Los que estaban en esa reunión del 23 de diciembre. Ninguno tenía orden antes”.

La escena se completa con apodos que suenan a novela negra: El Rayo, La Mosca, El Gato. Todos operaban bajo una estructura que nunca fue tocada desde el poder, hasta que el poder cambió.

Hoy, todos tienen orden de captura. Algunos están detenidos. Otros, como Bermúdez, huyeron con tiempo, documentos y conocimiento del sistema que ayudaron a construir… y a proteger.

Los que sabían, callaron.
Los que protegieron, desaparecieron.
Y los que hoy gobiernan, cargan con la factura de esa herencia incómoda.

MAY Y LA VERDADERA BARREDORA

A mediados de noviembre de 2024, cuando apenas llevaba seis semanas en el cargo, Javier May Rodríguez se plantó frente a la prensa y pronunció una frase que, a esas alturas, ya no era solo una advertencia retórica:

“No vamos a pactar con la delincuencia organizada. Va a haber cero impunidad.”

No era un mensaje para la opinión pública. Era una línea divisoria hacia el interior del poder. Era, también, un parteaguas.

Para entonces, los cuerpos ya se apilaban en las carpetas de homicidios, los números de la violencia escalaban sin freno y el aparato de seguridad pública estaba en ruinas: mal pagado, mal equipado, infiltrado.

Pero la decisión de cortar de tajo con ese modelo no fue completamente suya. El 5 de enero de 2024, Hernán Bermúdez Requena fue destituido del cargo. Quien firmó la salida fue el entonces gobernador interino Carlos Manuel Merino, aunque en corto —y dentro del propio Palacio de Gobierno— se hablaba de una instrucción directa desde la Presidencia de la República.

El cálculo era doble: evitar que la descomposición de la seguridad en Tabasco manchara el cierre del sexenio de López Obrador, y comenzar a desmontar un modelo de control criminal que ya se había salido de control.

En lugar de Bermúdez fue designado el general Víctor Hugo Chávez Martínez, enviado directo por el también general Audomaro Martínez Zapata, jefe del Cisen y uno de los hombres más cercanos al presidente. No fue un relevo cualquiera. Fue la primera maniobra de una cirugía mayor.

Pero el general Chávez no duró mucho. Fue relevado a finales de marzo con él inició un reacomodo completo en la cúpula de seguridad del estado.

En semanas posteriores, Javier May reorganizó pieza por pieza:

  • Nombró a un nuevo titular en la Secretaría de Seguridad Pública.
  • Se anunció el relevo del coordinador de la Guardia Nacional en Tabasco.
  • Cambió al fiscal general del estado.
  • Y se produjo el relevo en la 30ª Zona Militar, que trajo al general Miguel Ángel López Martínez, el mismo que meses después revelaría públicamente la orden de aprehensión contra Bermúdez.

Ninguno de estos movimientos fue casual. La señal estaba clara: el nuevo gobierno no solo cambiaría nombres, sino que desmontaría el sistema que había tolerado —e incluso protegido— una estructura paralela al Estado.

Desde entonces, más de 150 generadores de violencia han sido detenidos. Se giraron órdenes de aprehensión contra los principales operadores de La Barredora. La coordinación entre el Ejército, la Fiscalía estatal y la FIRT (Fuerza de Intervención Rápida) ha permitido desmantelar estructuras enteras.

El general Miguel Ángel López Martínez, actual coordinador estatal de seguridad, lo resumió sin ambigüedades:

“El gobierno del Estado está haciendo esfuerzos muy importantes de reestructuración y mejoramiento en la SSPC. En el modelo delictivo que tenían, dejaron en abandono las estructuras, porque así les convenía.”

Hoy, ese abandono se intenta revertir: nuevos esquemas de reclutamiento, mejores condiciones para los policías, más presencia operativa en campo. Pero el daño es profundo. Y la memoria institucional —cuando ha sido educada en la complicidad— no se transforma con un discurso.

El verdadero reto del gobierno de May no es solo atrapar a Bermúdez. Es romper la cultura del pacto, desarticular las redes invisibles y devolverle autoridad legítima al Estado.

La promesa de no pactar no basta.
El desafío es construir un modelo de seguridad que no dependa del silencio, la simulación ni el miedo.

En Tabasco, la violencia ya no se explica por lo que ocurre. Se explica por todo lo que se dejó pasar durante años. Y ahora, por primera vez, alguien ha decidido enfrentar ese legado.

Porque la verdadera “Barredora” que Tabasco necesita no es un grupo armado, sino una política pública que limpie, desde adentro, las ruinas que dejó la impunidad.

EL SILENCIO NO SE HEREDA

En Tabasco no solo se desató una guerra interna dentro del aparato de seguridad. Lo que estalló fue el sistema mismo.
Una estructura que fue incubada desde el poder, sostenida con recursos públicos, protegida por el silencio —y que hoy, convertida en organización criminal, opera con lógicas de cártel.

No es un fenómeno ajeno. No surgió de fuera. No llegó en avioneta ni cruzó por el río. Se cultivó adentro.

Los nombres lo confirman: Hernán Bermúdez Requena, “el Comandante H”; Prada, Pinto, Tomasín. Todos eran parte de un engranaje que convivía con mandos, alcaldes, políticos, comerciantes, notarios. Todos sabían, nadie hablaba.

Cuando el gobernador Javier May Rodríguez dijo que no pactaría con la mafia, los cimientos se sacudieron.
Lo que había sido equilibrio corrupto se rompió.
El precio fue la violencia. Las balaceras. El pánico. Los muertos.

Y sin embargo, lo que sigue en pie es más difícil de combatir: la inercia del encubrimiento.

Porque lo que hoy enfrenta el nuevo gobierno no es solo un grupo armado. Es el miedo institucional a decir los nombres.
Es la maquinaria de silencio que durante años volvió invisible lo evidente.
Es esa extraña costumbre política de heredar estructuras sin revisar lo que guardan por dentro.

La pregunta ahora es si alguien —desde el Senado, desde el centro, desde los pasillos del poder que tejió el antiguo régimen— se atreverá a explicar por qué.

Porque si nadie habla, todo seguirá igual.
Y si todo sigue igual, la historia volverá a repetirse.
Solo que con más muertos, más cinismo… y más impunidad.

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