En tiempos donde las grandes promesas se marchitan al sol de la retórica, vale la pena observar lo que crece, calladamente, en la tierra. Mientras el debate público gira en torno a los fracasos estructurales del sistema educativo, el municipio de Centro, Tabasco, ofrece una señal contracorriente: transformar patios escolares en huertos pedagógicos.
Este programa, impulsado por la administración de Yolanda Osuna Huerta, no pretende cambiar el mundo en un ciclo escolar, pero sí reconfigurar algo más profundo: la relación de niñas y niños con el conocimiento, la tierra y la comunidad. Y lo hace desde una premisa sencilla y poderosa: aprender haciendo, convivir sembrando.
El enfoque no es nuevo, pero su aplicación aquí —en zonas de alta marginación y rezago— lo vuelve relevante. Nacidos en el siglo XIX como antídoto a la desconexión urbana, los huertos escolares han demostrado ser eficaces para enseñar ciencia, mejorar la nutrición, fortalecer el tejido social e incluso prevenir la deserción. Lo novedoso en Tabasco es su escala y organización.
HUERTOS QUE ENSEÑAN
- Enseñan ciencia desde la experiencia, no desde el pupitre.
- Fomentan alimentación saludable desde la infancia.
- Fortalecen el vínculo escuela-familia-comunidad.
- Transmiten valores sin moralinas.
- Previenen la deserción escolar con sentido de pertenencia.
RESULTADOS EN TIERRA
En 2024, el gobierno municipal inició con seis huertos; hoy son veinte. Mil 772 niñas y niños de preescolar y primaria aprenden a cultivar rábanos, tomates, pepinos y cebollines. Pero también siembran paciencia, trabajo en equipo y autonomía. En paralelo, madres y padres se integran en comités que convierten a las escuelas en núcleos comunitarios vivos.
A diferencia de tantas iniciativas que mueren en el tercer boletín, este programa está anclado en el Plan Municipal de Desarrollo 2024–2027. No es improvisación: responde a un eje estratégico de sostenibilidad e inclusión. Y tiene una virtud poco frecuente en política pública local: continuidad y evaluación.



La alcaldesa Osuna no exagera cuando afirma que estos espacios son “laboratorios de vida”. Allí se ensaya una pedagogía distinta, donde el saber no se memoriza, se respira. Donde el aprendizaje no se impone, brota. El huerto enseña ciencia sin pizarrón y convivencia sin sermón.

HUERTAS, NO PROMESAS
Resultados tangibles:
• Formación de comités escolares de sustentabilidad.
• Producción de hortalizas frescas: tomate, chile, rábano, pepino.
• Mejora en los desayunos escolares.
• Participación familiar en siembra y cosecha.
• En 2024 inician los primeros 6 huertos escolares en Centro.
También es una inversión práctica. Las hortalizas cosechadas enriquecen los desayunos escolares; se reduce el consumo de ultraprocesados y mejora la nutrición infantil. Lo verde deja de ser ornamento y se convierte en alimento.
No sobra el entusiasmo, pero tampoco se regala el elogio. El programa es una experiencia en curso. Su sostenibilidad dependerá de que se institucionalice, se defienda presupuestalmente y se expanda sin diluir su esencia.
En un estado marcado por la violencia, el desempleo juvenil y el desencanto institucional, este esfuerzo tiene un valor simbólico: recordar que la educación sigue siendo, cuando se hace bien, el acto más profundamente transformador del Estado.
RAÍCES EDUCATIVAS
Los huertos pedagógicos tienen una historia centenaria. Surgieron a finales del siglo XIX en ciudades como Boston y Zúrich, impulsados por educadores que buscaban reconectar a los niños con la tierra en un contexto de urbanización acelerada.
Con el tiempo, figuras como Maria Montessori los incorporaron a modelos de enseñanza activa: aulas sin muros, donde el conocimiento se cultiva al ritmo de las estaciones. Más que parcelas, son herramientas para formar personas integrales.
En la práctica, los huertos escolares enseñan mucho más que botánica. Para los niños, representan la posibilidad de ver, tocar y comprender procesos vivos; para las comunidades, son espacios donde se fortalece el lazo entre familia y escuela.
Se aprende a trabajar en equipo, a cuidar lo que se siembra y a valorar el alimento no como mercancía, sino como fruto del esfuerzo colectivo. En zonas vulnerables, el impacto es doble: educativo y emocional.
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