CDMX.— En México, los mapas ya no sólo delimitan rutas geográficas o zonas de influencia del crimen. Desde hace meses, marcan también las prioridades del Estado mexicano. Y lo hacen con una precisión quirúrgica: 29 mil soldados distribuidos no por capricho, sino por riesgo.
Lo que alguna vez se llamó “guerra contra el narco” ha mutado en una militarización por puntos calientes, donde el Ejército y la Marina sustituyen la fragilidad civil con un músculo operativo que intenta contener, disuadir… y aguantar.
CUERPO DEL ARTÍCULO:
El Informe Semestral de la Fuerza Armada Permanente no deja lugar a dudas: más del 60% del despliegue militar está concentrado en nueve estados, elegidos con base en una lógica ineludible: donde la violencia se enquista, ahí va el Ejército.
Baja California (3,425 soldados), Sinaloa (3,306), Guerrero (3,272) y Michoacán (2,014) se ubican al frente del mapa rojo. Son los puntos donde la sangre se convierte en estadística, y donde el crimen organizado ha logrado mutar, enquistarse y resistir.

Se trata de los estados donde la seguridad pública dejó de ser competencia exclusiva de las policías civiles, y donde las tareas de vigilancia, control y disuasión están en manos del uniforme verde olivo.
En paralelo, la Marina desplegó 4,076 elementos en 16 estados, 11 de ellos costeros. No sólo es custodia marítima: 2,018 marinos protegen instalaciones energéticas y estratégicas, incluyendo ductos de Pemex y plantas de la CFE.
¿Se trata de una nueva normalidad? Lo cierto es que los datos revelan una tendencia creciente hacia la consolidación del Ejército y la Armada como los ejes principales de la política de seguridad pública.
UN MAPA DE PRIORIDADES
La estrategia parece tener una lógica cartográfica. En Chiapas —el estado que vive una violencia larvada con ribetes de guerra irregular— mil 835 militares refuerzan tareas de seguridad, mientras en Guanajuato, donde los homicidios dolosos no ceden, operan mil 711 efectivos castrenses. Lo mismo ocurre en Tamaulipas (1,530), Chihuahua (1,475) y Jalisco (1,286).
Por contraste, estados con menor índice delictivo como Nayarit (101 efectivos) o Campeche (181) registran una presencia mínima del Ejército, apenas testimonial.
Este modelo de seguridad diferenciada busca responder con precisión quirúrgica: más soldados donde el crimen aprieta, menos donde el Estado aún mantiene el control. Sin embargo, la efectividad de esa estrategia depende de un factor aún más complejo: la articulación con autoridades civiles.
LA GUERRA DEL FENTANILO
Un capítulo aparte merece la Operación Frontera Norte, lanzada el 4 de febrero. Participan 3,440 militares desplegados en Baja California, Sonora, Sinaloa, Chihuahua, Tamaulipas y Nuevo León, con una misión doble: detener el tráfico de fentanilo hacia Estados Unidos y frenar la entrada de armas ilegales al país.
El reporte revela otro dato que apunta al corazón de la violencia organizada: 2,100 militares rastrean laboratorios clandestinos en Sinaloa, epicentro de la producción y exportación de opioides sintéticos.
La operación —de alto perfil pero escasa publicidad— busca cortar las venas productivas del Cártel de Sinaloa, justo cuando este se enfrenta a un proceso de fragmentación y guerra intestina.
¿Y LOS EFECTIVOS CIVILES?
Mientras el Ejército se multiplica, la Guardia Nacional permanece silente en este informe. No se menciona su contribución directa a las tareas descritas. Este silencio es revelador.
La Guardia fue concebida como solución civil-militar, pero su operación sigue dependiendo del entramado castrense. La distancia entre lo que se prometió (una Guardia con rostro civil) y lo que existe (una fuerza con disciplina militar y mando castrense) es hoy insalvable.
Lo que hay es esto: una militarización funcional, con tareas divididas entre prevención, contención y patrullaje, pero también con misiones estratégicas, como la vigilancia de aduanas, puertos y el espacio aéreo.
El Ejército no sólo actúa en el terreno: se ha vuelto operador integral del aparato de seguridad nacional.
ANÁLISIS FINAL
A pesar de los cuestionamientos, la participación castrense ha sido clave para mantener control en zonas críticas, donde el Estado civil —débil, corrompido o ausente— no logra imponer autoridad. Pero no se trata de una victoria. Es, más bien, una pausa en la caída libre. Un freno precario.
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Mientras no se fortalezcan los ministerios públicos, las policías estatales y la inteligencia civil, el Ejército seguirá siendo el último bastión.
Y en ese bastión, se juegan dos riesgos simultáneos: el desgaste militar y la normalización de un país gobernado a punta de fusil.dda
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