El Tabasqueño, con autorización expresa del autor y de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco (UJAT), reproduce íntegramente la cátedra impartida por el filósofo catalán Francesc Torralba, en el marco de su investidura como Doctor Honoris Causa, celebrada en México en 2025.
En su discurso «Sentido, vacío y donación», Torralba propone una respuesta existencial tan sencilla como exigente: la vida halla su sentido cuando nos convertimos en don; cuando transformamos el vacío —esa tentación nihilista que acecha en las situaciones límite— en ocasión de entrega creativa a los demás. Sostiene que el «don de sí» es la fuente primaria de significado y plenitud para la persona. Dar lo que somos —no solo lo que tenemos— expande el ser en «hondura y altura» y genera una corriente de bien, belleza, unidad y verdad —los cuatro trascendentales medievales— allá donde acontece. A la vez, distingue dos lógicas: El don gratuito, nacido del amor y ajeno a cualquier cálculo de reciprocidad; y Y el don calculado, sometido al intercambio y la simetría. Solo el primero, afirma, eleva al ser humano «al plano de la bondad infinita».
El hilo conductor del discurso recorre tres estaciones: 1. La pregunta por el sentido —encendida por el vértigo de las situaciones límite; 2. La experiencia del vacío —que puede desembocar en evasión o desesperación y La lógica del don —como camino de plenitud personal y social. Con un tono confesional y agradecido, el autor invita a la comunidad académica y a la sociedad entera a cultivar la humildad, la magnanimidad y la gratuidad como antídotos frente al narcisismo y la banalidad. Esa es, en sus palabras, «la más alta expresión de la condición humana».
Francesc Torralba
Quiero empezar mi discurso con unas palabras de gratitud que nacen de mi más profundo sentir, de lo más íntimo de mi ser. La cultura de la gratitud, tan necesaria en la vida social, emerge de la conciencia de un don recibido, de una dádiva que no estaba en ningún cálculo de expectativas. Así es como recibo este Doctorado Honoris Causa: como un don no esperado, como un regalo intangible que agradezco de corazón, que me conmueve y, a su vez, me estimula a proseguir con mi tarea docente e investigadora.
Agradezco a las autoridades académicas de esta universidad este reconocimiento. También quiero agradecer a mi esposa, aquí presente, su apoyo incondicional durante toda mi vida profesional. Sin su entregado y generoso compromiso no habría podido realizar las múltiples tareas vinculadas a mi vocación filosófica.
La ocasión exige un discurso en primera persona del singular. Con frecuencia, los académicos ocultamos nuestro rostro detrás de la erudición o del pensamiento abstracto. Es arriesgado expresarse en primera persona del singular. Uno se hace vulnerable a la crítica. Por eso, nos escabullimos presentando la filosofía de una gran figura de la historia de las ideas y nos limitamos a elaborar notas a pie de página o apostillas críticas.
Sin embargo, creo que es el momento oportuno, el kairós, como dirían los clásicos griegos, de poder articular, aunque sea de un modo necesariamente breve, una alocución sobre la que considero que es, humildemente, la esencia de la actividad filosófica.
No cabe duda de que la filosofía, como afirma Ludwig Wittgenstein en el Tractatus (1921), es una actividad más que una doctrina, un ejercicio infinito más que un corpus acabado, un proceso que altera todo el ser de la persona, no solo su dimensión cognitiva, sino también emocional, social, física y espiritual.
La cultura de la gratitud emerge de la conciencia de un don recibido.»
Pensar constituye la actividad principal del filósofo, pero particularmente lo que Martin Heidegger denomina el pensar meditativo, que se desarrolla en espiral: da vueltas en torno a un objeto de reflexión, pero sin sucumbir a la figura del círculo cerrado, sino que penetra, gradualmente, en niveles más exigentes de profundidad, que requieren audacia y lucidez mental para poder explorar y entrever lo que se oculta más allá de la superficie. Es una apuesta por la profundidad, un combate contra la cultura de la inmediatez, de la banalidad y de la superficialidad.
Este ejercicio, siempre in fieri, exige un diálogo diacrónico y sincrónico, abierto a la intemperie, articulado en gerundio: una conversación con las grandes figuras del pensamiento que nos han precedido y, simultáneamente, con los y las pensadoras presentes que entregan su vida a iluminar complejas cuestiones, a explorar las preguntas radicales de la condición humana, die Grundfragen, en palabras de Martin Heidegger.
En tanto que filósofo, uno se enfrenta a cuestiones de una magnitud y profundidad que le trascienden como ser humano; lidia con preguntas fundamentales que arrastramos desde los presocráticos, tratando de ofrecer alguna respuesta que sea razonable y verosímil. Este andar a tientas de la razón es lo que Immanuel Kant denomina Herumtappen. Tratamos de salir de la caverna platónica a través de un diálogo transhistórico en el que no se puede descartar a nadie.
Por ello, la actividad filosófica exige, como conditio sine qua non, la virtud de la humildad —la mater virtutum, según san Agustín—, pero a su vez, la magnanimidad; es decir, la capacidad de enfrentarse a lo grande (magnus), aun reconociendo las fronteras de la razón (die Grenze der Vernunft), usando la bella expresión de Immanuel Kant.
Pensar es un combate contra la cultura de la inmediatez, de la banalidad y de la superficialidad.»
Existen múltiples definiciones de la actividad filosófica. De hecho, cada filósofo elabora su propia concepción y trata de hilarla conceptualmente. La pluralidad y la creatividad son inherentes a este ejercicio. Si tuviera que acotar el fin de tal actividad, diría que la filosofía no es otra cosa que la indagación sobre el sentido, la quête du sens, en palabras de Albert Camus. Hacer filosofía es responder a la pregunta de por qué no debo suicidarme o, formulado en positivo, significa explorar una raison d’être.
No se trata de una actividad baladí, de un discurso periférico o simplemente ornamental. La búsqueda del sentido es una cuestión de vida o muerte. Kierkegaard contra Descartes: no es la duda el germen de la filosofía, sino la desesperación.
Se trata de intentar responder a la magna quæstio: ¿Qué sentido tiene la existencia? O, dicho de otro modo: ¿para qué estamos en el mundo? ¿Cuál es el propósito del empeño de existir? ¿Tiene o no tiene la vida humana algún sentido? ¿Qué hemos venido a hacer en el Gran Teatro del Mundo?
Esta cuestión cruza como una flecha toda la historia de las ideas, desde el ágora ateniense hasta los escenarios digitales de la postmodernidad. La pregunta une a los filósofos, pero no las respuestas, pues existe una multiplicidad de abordajes. Desde la visión trascendente de la existencia, donde el sentido se halla más allá del espacio y el tiempo, en una esfera de la que no tenemos experiencia sensorial, hasta la filosofía del absurdo de Albert Camus, donde la existencia carece de sentido alguno, pero es fundamental intentar forjarlo una y otra vez, como Sísifo, para salvarse del nihilismo.
Hacer filosofía es responder a la pregunta de por qué no debo suicidarme.»
El ser humano, en tanto que ser dotado de conciencia, toma distancia de su quehacer, de su praxis habitual, y se interroga por el propósito, por el telos, en palabras de Aristóteles; por la causa finalis de su periplo vital.
Esta toma de conciencia lo hace particularmente distinto del primate, pero también de cualquier sistema de inteligencia artificial, por sofisticado que sea tecnológicamente. El ser humano, cuando aborda tamaña cuestión, se involucra emocionalmente en ella, experimenta, en su seno, el vértigo filosófico y la posibilidad de sucumbir a lo que Viktor Frankl denomina el vacío existencial.
No se trata ahora de exponer la multiplicidad de narrativas de sentido que, a lo largo de la tradición filosófica occidental y oriental, se han planteado como ensayos de respuesta. Una taxonomía de esta envergadura trasciende, con mucho, los límites de esta breve alocución. Tampoco parece adecuado explorar el órgano del sentido, es decir, cómo percibimos este sentido o sinsentido de la vida y qué derivadas tiene en el modo de existir. En cualquier caso, se trata de una cuestión que quema espiritualmente, que transforma al sujeto, que activa su angustia existencial, y no de un objeto neutro de reflexión ajeno a la circunstancia personal, en palabras de José Ortega y Gasset.
La pregunta por el sentido emerge en determinadas circunstancias. Está ahí, latente, al acecho, como un animal frente a su presa, pero se activa cuando irrumpe una situación que rompe la rutina, que desordena el curso habitual de los hechos.
No es la duda el germen de la filosofía, sino la desesperación.»
La irrupción de lo que Karl Jaspers denomina la situación-límite (die Grenzsituation) cataliza la indagación por el sentido de la existencia. El diagnóstico de una enfermedad grave, una catástrofe natural, la muerte de un ser querido, el fracaso de un proyecto, la traición de un ser amado, el sufrimiento en cualquiera de sus múltiples formas, constituyen situaciones no buscadas que activan la pregunta por el sentido.
Cuando irrumpe una situación de este calado, todo se tambalea. Los cimientos de la vida son puestos entre paréntesis y uno grita, desde sus adentros, como Job: ¿qué sentido tiene la existencia? ¿Se trata de un camino hacia la vida eterna o de una pasión inútil, como le gusta decir a Jean-Paul Sartre? ¿Tiene algún sentido la misma pregunta o, como sugieren los filósofos neopositivistas, es una pregunta sin sentido (sinnlose Frage)?
Escribe Ludwig Wittgenstein que interrogarse por el sentido de la vida es orar. No lo sé. Quizás sí. En cualquier caso, constituye un ejercicio genuinamente humano, de naturaleza espiritual, en sí mismo problemático, crucial, que entraña una profunda congoja existencial, en palabras de don Miguel de Unamuno.
La pregunta por el sentido no es menor, pues está en juego la plenitud de la persona. Cuando uno vive su vida con sentido, experimenta que merece la pena vivirla, que es significativa. Siente que tiene valor en sí misma, la aprecia y agradece el don de existir. Cuando, en cambio, uno la vive sin sentido, se arrastra por las calles y bulevares, como el protagonista de La náusea de Jean-Paul Sartre.
La pregunta por el sentido une a los filósofos, pero no las respuestas.»
Cuando existe un sentido, un relato, existe una motivación intrínseca: algo por lo que luchar o alguien para quien darlo todo. Ello mueve al ser humano, lo convierte en un propulsor, en una fuente de dinamismo. El sentido activa todo su ser, mientras que el vacío lo petrifica y lo hunde en el nihilismo. La experiencia del vacío, u horror vacui, como decían los clásicos, es insoportable para el sujeto, por lo cual se ve impelido a buscar formas de evasión personal, mecanismos de escape con tal de evitar la experiencia de la nada.
Ensayo una respuesta que tiene un carácter provisional, pero que he desarrollado a lo largo de algunas de mis obras filosóficas. Constituye mi visión. Carece de cualquier pretensión de universalidad. Esta respuesta no nace de lo leído en alguna parte, tampoco de mi labor estrictamente intelectual. Nace de la experiencia vital, de las lecciones que extraemos del mero hecho de existir, de lo que aprendemos fuera de las aulas y de las bibliotecas.
La principal fuente de sentido de la existencia es, a mi juicio, la práctica de la donación. Cuando uno da lo que es a los demás, y dándolo percibe que mejora la calidad de existencia de sus allegados, que palia el sufrimiento de quienes le rodean o neutraliza la tentación de desaparecer del mundo, siente, dentro de su ser, que su vida posee sentido, que tiene valor, que es significativa o, dicho de otro modo, que no es estéril.
El don de sí constituye, a mi juicio, el sentido de la existencia y, a su vez, el camino de plenitud del ser humano. Sin embargo, solo puede dar quien posee algo para dar, quien es consciente de su don y lo labra para los demás. La donación requiere de la autognosis y del movimiento extático, es decir, de la salida de sí mismo para verter lo que uno es más allá de los límites del ego. La fecundidad de la existencia personal radica en dar lo que uno es, pues dándolo se construye como ser humano y siente, en sus adentros, que su existencia no es baladí.
Solo el acto de dar nos colma. En la medida en que uno se vacía de sí mismo, no se pierde ni se deshace ontológicamente. Todo lo contrario: crece su ser personal. Constituye una paradoja, no cabe duda, pero existe más alegría en el dar que en el recibir. Como vio con lucidez intelectual el filósofo francés Gabriel Marcel, la lógica del ser es distinta de la lógica del tener. Cuando uno da lo que tiene, deja de tenerlo, pierde un bien tangible, se empobrece. Sin embargo, cuando uno da lo que es —lo que sabe, lo que conoce, lo que ha interiorizado—, no pierde lo que es; al contrario: su ser crece en hondura y altura, y su conocimiento también.
El ser humano se siente colmado cuando ha dado lo mejor de sí.»
Uno se siente colmado cuando ha dado lo mejor de sí y experimenta con asombro que eso que ha dado tiene un poder transformador para los demás: genera bien, edifica paz, consuela al desesperado, construye un hábitat, aporta valor al conjunto.
Después del don de sí puede haber o no gratitud. Este movimiento depende del receptor del don, pero el mero hecho de dar, cuando transforma cualitativamente la situación de hecho, es ya una fuente de sentido. Si, además, se produce el reconocimiento de los demás —la práctica de la gratitud—, uno experimenta cómo crece la estima de sí, y eso, naturalmente, activa de nuevo la voluntad de darse.
El don es fecundo cuando se articula con los cuatro trascendentales medievales: el bien (bonum), la unidad (unum), la belleza (pulchrum) y la verdad (verum).
Uno percibe que su vida posee sentido cuando, a través de su donación, genera una corriente de bien a su alrededor (bonum). Uno siente que su vida es significativa cuando, con su creatividad, ingenio e imaginación, genera belleza artística y activa en su entorno el sentimiento de lo sublime (pulchrum). Uno experimenta que su existencia no es estéril cuando la práctica del don genera, en su entorno, procesos de reconciliación y de pacificación (unum). Uno constata que su empeño vital no es absurdo cuando, a través de su indagación, atisba alguna verdad, y esa verdad —aunque a veces sea dolorosa— es reveladora para sí mismo y para los demás (verum).
El don de sí es la fuente de sentido de la existencia y el camino de plenitud del ser humano.»
El don de sí solo es posible si uno combate la tendencia al hermetismo, a la cerrazón egológica. El principal enemigo de tal contienda se llama narcisismo que, como dice Antonio Machado, es un viejo vicio. El narcisista queda tan prendado de sí, está tan ocupado por su ser, que es incapaz de salir de sí mismo y de darse. El resultado final de su existencia es la desesperación, el sentimiento de esterilidad, pues solo deja rastro en los demás quien practica el don de sí, quien ofrece a los demás lo que es, lo que sabe, lo que ama. El rastro del narcisista es la nada, y la conciencia de esta nada lo conduce a la desesperación.
Concluyo.
Existe el don gratuito y el don calculado.
El primero nace del corazón y no espera nada para sí. Es fruto del amor en el sentido más genuino del término: desposesión, abandono de sí, desinterés, olvido del ego.
El segundo está a merced de la reciprocidad y atiende a una justicia conmutativa. Es el do ut des, como decía san Agustín. Siempre calcula, ajusta y busca la simetría entre el dar y el recibir.
El don gratuito es fruto de una lógica que trasciende el pensar instrumental. Nos asombra cuando se hace efectivo y nos eleva al plano de la bondad infinita.
Esta bondad es la más alta expresión de la condición humana. Pertenece al reino de la luz.
Muchas gracias.
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