La mañana en Tecolutilla amaneció con una cortina de lluvia, un telón gris que parecía querer ocultar el día, pero no podía. Como un río que se desborda, la gente llegó al Centro Integrador.
El cielo nublado se convertía en testigo de una jornada donde el gobierno dejaba de ser ese ente distante y se volvía un vecino más, un amigo bajo el paraguas. Don Juan Manuel Montiel Córdoba, un hombre curtido por el sol y la tierra, caminaba con la misma decisión de quien cruza un caudal con la esperanza a cuestas. La lluvia, en lugar de detenerlo, le daba alas.
“El gobernador ya no tiene portero”, dijo don Juan Manuel al estrechar la mano de Javier May Rodríguez, como quien rompe con una larga tradición de muros invisibles. Para él, ese saludo no era solo un gesto político, sino una ventana abierta de par en par. Durante años, generaciones enteras de campesinos habían intentado asomarse al poder, pero siempre había alguien que les cerraba las puertas antes de llegar. Hoy, bajo el cielo lloviznado, esa barrera se desvanecía como la neblina en el calor del día. La silla de ruedas que buscaba era su segunda misión, y aunque la que llevaba era prestada, su espíritu era inquebrantable, como la fe de quien ha vivido toda una vida esperando ser escuchado.
Muchas gracias al pueblo de Ciudad Tecolutilla por la confianza y al presidente @OvidioPeraltaS por recibirnos en Comalcalco. Seguimos dando atención directa en territorio. pic.twitter.com/Y0oZp1VHde
— JAVIER MAY (@TabascoJavier) October 19, 2024
TIJERAS QUE LIBERAN SUEÑOS
A unos pasos, en un rincón modesto del camino, seis tijeras danzaban al ritmo del viento. Como hojas de otoño cayendo suavemente, los cabellos de los vecinos de Tecolutilla caían en silencio bajo las manos expertas de las peluqueras del DIF. Teresita, madre de dos hijos, sonreía mientras recortaba una melena indomable, como si en cada corte deshiciera las marañas de la vida misma. “Esto nos acerca a quienes estamos lejos de todo”, comentó, mientras sus tijeras parecían cobrar vida propia, danzando al compás de la lluvia.
Amílcar Pérez, un hombre sencillo y trabajador, se sentaba paciente mientras las tijeras pasaban por su cabello como si fueran alas de mariposas. “Me siento como si volara”, bromeó con una sonrisa tímida, comparando el simple acto de cortarse el cabello con un momento de liberación. Había venido por unas matas de naranja que crecerían en su terreno, donde ya cultivaba mango, papaya y guayaba. Pero hoy se llevaba más que eso: se llevaba la sensación de pertenecer a algo más grande, a una comunidad que por fin veía a su gobierno como un aliado y no como una sombra inalcanzable.
CARNE FRESCA, UN RESPIRO ECONÓMICO
No muy lejos de allí, Julián de la Cruz Izquierdo hacía fila para comprar un kilo de bistec. El aire olía a carne fresca, y las manos de los tablajeros eran como artesanos modelando la arcilla, creando la base para la comida de muchas familias. Los ganchos de los que colgaban la chuleta y el bistec ya estaban vacíos, agotados por la demanda, pero el alma del lugar permanecía llena, porque en cada corte, en cada transacción, la gente sentía que esta vez, el gobierno estaba verdaderamente con ellos. Julián, de Progreso Tular Segunda, no solo ahorró unos pesos, sino que sintió que, por primera vez, lo cotidiano se volvía extraordinario. “Con esto, cenaremos mejor hoy”, dijo con una sonrisa que iluminaba su rostro como el sol después de la tormenta.
Y allí, en el corazón de Tecolutilla, don Wagner de la Cruz Fuentes, con sus 84 años a cuestas, se dejó vacunar contra la influenza. Cerrar los ojos era solo un acto reflejo, “no por miedo”, decía con la voz firme, aunque su cuerpo ya sintiera el peso de los años. Él había visto pasar una docena de gobernadores, figuras distantes, retratos enmarcados en las oficinas públicas, que nunca se habían dignado a visitar este rincón del estado. Pero hoy, la historia parecía haberse dado la vuelta. “De todos los gobernadores, ninguno había venido a Teco con todo su gabinete y los servicios que necesitamos”, afirmó, como si el mismo tiempo hubiera cambiado de rumbo.
CERCANÍA Y PROMESAS QUE ECHAN RAÍCES
El reloj marcaba la 1:20 de la tarde cuando las audiencias con el pueblo llegaron a su fin. Javier May, bajo la lluvia que seguía cayendo sin tregua, se acercó a las peluqueras, esas tejedoras de historias silenciosas. “¿No tienen las manos entumidas?”, les preguntó con una sonrisa cómplice. Ellas, como las heroínas anónimas que son, respondieron con risas, cansadas pero satisfechas. Habían perdido la cuenta de cuántas melenas habían podado, pero sabían que en cada corte había algo más: una conexión, un lazo invisible entre el gobierno y el pueblo.
El secretario de Obras Públicas, Daniel Casasús, bromeó antes de irse: “Al rato regreso yo para mi corte”. Y entre risas y saludos, el gobernador se despidió, sabiendo que su trabajo no terminaba ahí. Como un árbol que echa raíces profundas, la cercanía con el pueblo era su mayor logro, una promesa que no se marchita bajo la lluvia, sino que crece y florece con cada acto de atención, con cada jornada en territorio.
EL CIELO LLORA, PERO EL PUEBLO SONRÍE
El cielo seguía llorando suavemente sobre Tabasco, pero entre esas gotas, la gente sentía que algo había cambiado para siempre. El poder ya no era ese castillo lejano, sino una casa sin puertas, donde todos podían entrar.