En un movimiento que ha hecho de la crítica moral al pasado su principal capital político, la publicación de un decálogo ético por parte de la Presidenta Claudia Sheinbaum y su adopción parcial por el Consejo Nacional de Morena plantea una pregunta inevitable: ¿puede un partido en el poder gobernarse a sí mismo sin caer en las prácticas que juró erradicar?
La misiva enviada por Sheinbaum —y celebrada en medio de aplausos, gritos de “¡Presidenta!” y respaldos públicos— delineó una serie de principios básicos: no usar recursos privados para promoción política, no al nepotismo, rechazo a la ostentación, cercanía con el pueblo, defensa de la austeridad y no caer en el sectarismo ni el pragmatismo sin principios. A grandes rasgos, un recordatorio elemental de lo que, en teoría, ya estaba normado.
Sin embargo, la reacción posterior dejó ver que el conflicto central no está en las palabras, sino en la posibilidad de que éstas se traduzcan en hechos. Porque mientras la carta planteaba límites claros al uso del poder, la propia dirigencia del partido suprimía, de último momento y sin explicación, uno de los puntos clave del nuevo código: la prohibición explícita de actos anticipados de proselitismo por parte de funcionarios y militantes.
LA PARADOJA DEL PODER MORAL EN UN PARTIDO DE GOBIERNO
El gesto de la presidenta no es menor. En tiempos donde la política se define por las omisiones, más que por las declaraciones, la jefa del Ejecutivo —y militante con licencia— lanza una línea discursiva que, de adoptarse cabalmente, podría marcar un punto de inflexión en el rumbo del partido dominante. Sin embargo, también es cierto que lo simbólico difícilmente sustituye al control real del aparato político.
PUNTOS DE TENSIÓN EN MORENA
✅ Falta de mecanismos autónomos para vigilar, investigar y sancionar.
✅ Liderazgos divididos entre la obediencia formal y la práctica facciosa.
✅ Resistencia a los controles éticos en nombre de la pluralidad interna.
✅ Lineamientos parcialmente aplicados, sin claridad en su enforcement.
✅ Contradicciones entre discurso de austeridad y estilo de vida de dirigentes.
En esa tensión entre la voz que advierte y los hechos que contradicen, Morena se enfrenta a una especie de espejo: el intento de corregirse a sí mismo sin mecanismos coercitivos sólidos, sin voluntad interna unánime y, en algunos casos, con liderazgos claramente disidentes.
La resistencia de las élites partidistas al cumplimiento del decálogo es notable. Algunos de los rostros visibles del partido —de Mario Delgado a Ricardo Monreal, pasando por operadores estatales o personajes emergentes como Andrea Chávez— han sido señalados precisamente por aquello que ahora se busca frenar: uso indebido de recursos, promoción personal desmedida, vínculos con intereses privados o prácticas de exclusión interna.
ÉTICA DE PARTIDO O ESTÉTICA DE CAMPAÑA
La duda que emerge del Consejo Nacional no es si Morena debe tener lineamientos éticos. La duda es si puede cumplirlos. Porque muchas de las recomendaciones de Sheinbaum no son novedosas: ya están en los estatutos, en la Constitución o en la memoria reciente de los militantes.
El propio presidente del Consejo Nacional, Alfonso Durazo, lo admitió: se trata de normas necesarias, pero difícilmente aplicables si no hay voluntad de sanción. La secretaria general Carolina Rangel habló incluso de inhabilitaciones o expulsiones, pero evitó entrar en nombres o procesos.
Lo que resulta inquietante es que, frente a un código que busca recuperar la esencia del movimiento, Morena exhiba síntomas de una enfermedad más profunda: la contradicción entre la austeridad proclamada y los hábitos de quienes hoy detentan el poder. La salida de Gerardo Fernández Noroña del recinto en una camioneta Volvo de lujo —“prestada”, según dijo— resume con precisión ese divorcio entre retórica y realidad.
¿UN INTENTO DE CONTROL O UN ACTO DE CONTENCIÓN SIMBÓLICA?
Más que un acto de control interno, el documento y la carta presidencial parecen una operación de contención moral ante la creciente tensión interna. Las fracturas en estados como Chihuahua, Veracruz o Coahuila, los escándalos mediáticos, y las denuncias de “infiltración” de grupos con intereses cuestionables (incluso “criminales”, según algunos consejeros), han puesto al partido frente a un límite: perder el capital simbólico que le permitió presentarse como distinto.
El llamado de Sheinbaum a “no convertirse en partido de Estado” resulta paradójico en un contexto donde el partido opera ya como extensión funcional del Ejecutivo federal. Que la presidenta sea quien dicta el marco ético que el partido debe seguir refuerza esta tensión: ¿es posible sostener la autonomía del partido mientras se sigue gobernando desde Palacio?
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