Héctor I. Tapia
El Zócalo volvió a llenarse, pero esta vez el aire era distinto.
No era el eco del viejo fervor que solía convocar Andrés Manuel López Obrador, sino el compás medido de una nueva orquesta política. Frente a miles de simpatizantes, Claudia Sheinbaum no solo rindió cuentas de su primer año de gobierno: estrenó su propio modo de ejercer el poder.
Ya no habló la heredera ni la militante; habló la presidenta que empieza a mandar.
Entre banderas guindas y el murmullo de una multitud fiel, cada gesto parecía calculado: los saludos, las distancias, las vallas que marcaban jerarquías invisibles. La escena no fue improvisada; fue una demostración de mando, un ensayo de la nueva disciplina que ordenará a la Cuarta Transformación.
En la plaza donde la 4T nació como protesta, ahora se impuso la lógica del Estado.
El tono, los silencios y la puesta en escena anunciaron un relevo político que no necesita proclamarse: del obradorismo a un sheinbaumismo aún en construcción, más institucional que épico, más metódico que emocional.
El Zócalo amaneció con un aire nuevo: el de una presidenta que ya no comparte el poder, lo ejerce.
DE PALENQUE A PALACIO
“Se han empeñado en separarnos, en que rompamos. Pero eso no va a ocurrir.”
La frase cayó como una línea de lealtad y frontera. En ella, Claudia Sheinbaum consagró la alianza moral con López Obrador, pero también dejó claro que el mando ya no es compartido. La Presidenta habló con la serenidad de quien sabe que su fuerza proviene de dos fuentes: la legitimidad de las urnas y la del fundador que aún respira en la memoria colectiva.

Fue un ritual de continuidad sin sometimiento.
Nombró al patriarca con gratitud, pero no cedió el escenario. Agradeció el legado, pero habló en presente: “En este México nuevo, la honestidad no es la excepción, es la regla.” La frase —tan suya ya— se pronunció frente al mismo Zócalo donde, hace apenas unos años, se cantaban las mañaneras del poder moral. Hoy, el discurso tuvo la cadencia de un programa de gobierno, no de un credo.
De Palenque a Palacio, Sheinbaum consolidó su legitimidad sin romper con el patriarca. Lo hizo sin confrontación, pero con símbolos:
no hubo mención al hijo del fundador ni saludo a los operadores del viejo orden; hubo, en cambio, el reconocimiento de un país que se reconfigura bajo su propio método.
Rindió culto al mito, sí, pero sin quedar atrapada en él.
En el mismo acto en que invocó al hombre que la formó políticamente, la Presidenta fundó algo distinto: la narrativa de su propio poder.
Ya no es la guardiana del legado; es la administradora de su futuro.
Unidad sin absolución: rindió tributo a AMLO, pero marcó distancia con sus sombras.
EL ORDEN COMO DOCTRINA
La concentración del 5 de octubre fue la imagen perfecta de la transición del obradorismo al sheinbaumismo. Donde antes había gritos de combate, hoy hubo una coreografía. Donde antes reinaba la euforia, ahora se impuso el protocolo.

El mitin del Zócalo ya no fue un acto de fe, sino una puesta en escena del poder ordenado. Las vallas, los pasillos delimitados, las posiciones milimétricas de cada figura del movimiento: todo respondía a una voluntad de método. En el fondo, era el mensaje más claro de la jornada: la Cuarta Transformación deja de ser una cruzada y se convierte en gobierno.
Sheinbaum entiende que un movimiento que no aprende a gobernarse a sí mismo termina devorado por su propio fervor. Por eso, cada palabra, cada aplauso y cada silencio tuvieron medida. El Estado reemplazó al entusiasmo; la ingeniería política, a la consigna.
Fue el debut formal de un nuevo estilo de conducción: la administración del poder como técnica, no como liturgia. Ya no se trató de agitar conciencias, sino de ordenar estructuras. Y en ese tránsito, Sheinbaum impuso la idea de que la disciplina también puede ser revolucionaria.
De la militancia al método: Sheinbaum impuso orden visual y político.


EL PODER EN FILA
Un año atrás, los mismos rostros se disputaban el centro de la foto. Esta vez, estaban detrás de una valla metálica, separados por metros y por jerarquías.
En la primera fila, los gobernadores; en la segunda, los legisladores y operadores políticos que hace apenas unos meses simbolizaban el peso de Morena en el Congreso. Entre ellos, Adán Augusto López, Ricardo Monreal y Manuel Velasco, discretos, sonrientes, observados.
El acomodo no fue casualidad ni castigo: fue un mensaje de poder contenido y controlado.
El episodio que en marzo desató críticas —cuando los dirigentes dieron la espalda a la Presidenta durante un mitin— esta vez se resolvió con método. “Hoy nos encorralaron para no cometer aquel error”, ironizó Monreal.
Pero más allá del humor, la escena retrató la transformación del movimiento en disciplina política.

El Zócalo tuvo dos capas: la visible —las consignas, la música, la multitud— y la simbólica —el orden en el que el poder se acomodó para mostrarse.
Sheinbaum no necesitó regaños. Bastó el protocolo. Bastó el silencio.
Cada dirigente entendió su sitio en el nuevo mapa del poder: ni ruptura ni castigo, solo reubicación.
El mitin fue también un ajuste de cuentas visual: la jefa de Estado delimitó su círculo sin decirlo.
En la nueva era, la lealtad ya no se mide por la antigüedad en la lucha, sino por la disposición al orden.
Y en política, a veces obedecer a tiempo vale más que aplaudir de memoria.
El Zócalo no fue mitin: fue mapa de jerarquías.
LA SEGUNDA FILA DEL PODER
Para los tabasqueños, el mensaje fue tan silencioso como inequívoco.
Claudia Sheinbaum no necesitó mencionar nombres: bastó con las ausencias, los gestos y la geometría del escenario.
Adán Augusto López, quien hace un año ocupaba los reflectores como figura nacional y voz senatorial de Morena, apareció esta vez en la segunda fila, detrás de la valla, sin saludo ni guiño presidencial.
No hubo reproche, pero tampoco complicidad.

El silencio de la Presidenta valió más que una frase. En política, la omisión también habla, y lo que dijo este silencio fue simple: la era de Adán Augusto quedó atrás.
La misma plaza que lo aclamó como operador de Palacio fue ahora el espacio donde su poder se replegó a la observación.
En ese gesto —tan discreto como irreversible— Sheinbaum marcó distancia con el viejo Tabasco político, ese que se debatía entre la lealtad al patriarca y los excesos de sus herederos.
Ni pronunció el nombre de Hernán Bermúdez ni se refirió al escándalo de “La Barredora”, pero la omisión confirmó la depuración en marcha. El caso ya no pertenece al ruido mediático: está en la agenda judicial, no en el mitin.
Para Tabasco, acostumbrado a leer el poder a través de los gestos, la señal fue contundente: la Presidenta respeta el origen, pero no carga con sus sombras. Y en la lógica del nuevo orden, cada silencio, cada distancia y cada omisión pesan tanto como una sentencia. El caso Bermúdez ya no necesita tribuna: está en la agenda judicial, no en el mitin.
LA ERA DEL ORDEN
Lo que ocurrió el 5 de octubre no fue un mitin, fue una demostración de Estado.

El Zócalo, escenario de viejas insurgencias, se transformó en la vitrina de un poder que ya no necesita gritar para hacerse oír. Claudia Sheinbaum inauguró la era del orden político, donde la autoridad se expresa no en el discurso, sino en la manera en que se organiza el país y se acomodan sus símbolos.
Cada elemento del acto —las vallas, la jerarquía de asientos, la sobriedad del tono— habló del nuevo régimen: uno donde el carisma se administra, la emoción se dosifica y la lealtad se verifica.
La Presidenta hizo de la serenidad su principal herramienta política.
Su fuerza no provino del aplauso, sino de la precisión: honestidad como bandera, disciplina como método.
En su discurso, Sheinbaum anunció cifras, programas, metas; pero lo verdaderamente relevante fue el mensaje implícito: el movimiento ya no se concibe como causa, sino como sistema.
El poder dejó de estar en las calles y regresó a las instituciones.
El espíritu de la Cuarta Transformación no desaparece, pero ahora se mide en eficiencia y control.
En la historia reciente de México, ningún presidente había pasado tan rápido del fervor a la gestión, del mito a la maquinaria.
Sheinbaum convirtió la épica en administración. Y eso, en un país acostumbrado al dramatismo del poder, es también una forma de revolución.
En el Zócalo, el carisma se volvió gobierno y la devoción, disciplina.
EL AIRE NUEVO DEL PODER
Cuando cayó la tarde sobre el Zócalo, la multitud seguía ondeando banderas, pero el clima político había cambiado.
El acto que comenzó como un homenaje al pasado terminó convirtiéndose en una postal del futuro. No fue el fin de la era obradorista, pero sí el inicio del tiempo de Claudia Sheinbaum.
En la plancha donde la 4T nació como insurgencia, la Presidenta impuso su propio compás: sobrio, institucional, sin sobresaltos. El poder ya no gritó, se organizó.
En su voz no hubo arrebato ni consigna, sino una convicción serena: la de quien entiende que gobernar también es poner orden en el mito.
En esa plaza donde todo comenzó, la política mexicana vivió su primera escena de transición real, no de ruptura ni traición, sino de madurez.
Sheinbaum no negó al patriarca: lo sucedió con método.
Lo mantuvo en la memoria colectiva, pero le retiró el timón.
Y en ese equilibrio —entre la herencia y el mando— fundó su propio tiempo.
El 5 de octubre no fue solo un aniversario. Fue la fecha en que la Cuarta Transformación pasó de la épica al ejercicio del poder.
Y el aire del Zócalo, ese aire nuevo que flotaba sobre la multitud, era el aliento de una Presidenta que ya no comparte el poder: lo ejerce.

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