El calor húmedo de Monte Grande resbalaba por el tiempo detenido en sus calles. Aquel jueves se volvió un día histórico para sus habitantes, no por la llegada de un gobernador más, sino porque en el aire, junto a los acordes de la marimba, se respiraba algo inusitado: la esperanza de que, ahora sí, el pueblo sería atendido. Pero nadie imaginó que, entre consultas y trámites, una boda inesperada encendería la emoción de todos.
Doña María y don Bartolo, pareja desde hace más de 40 años, finalmente se dieron el “sí” ante la oficialía civil que llegó, por primera vez en décadas, hasta su tierra. En sus rostros curtidos por el sol y los años, asomaba una mezcla de incredulidad y alegría. Dani Lubi, su hija, presenció el momento que tanto habían esperado.
“Mis padres quisieron casarse cuando yo era niña, pero el destino, los trámites, la lejanía, siempre se interpusieron. Hoy, gracias a esta jornada, pudieron cumplir su sueño, sin siquiera salir de Monte Grande”, compartió, contagiando de sonrisas a quienes los rodeaban.
Mientras la pareja se besaba bajo el murmullo de aplausos, la marimba La Pejetiteca arrancaba con energía un son tabasqueño que llenó de ritmo el improvisado salón nupcial. Al otro lado de la plaza, Gilberto Pascual sostenía el brazo de su abuelo de 94 años, quien, tras una revisión médica, aseguraba que las cosas por fin cambiarían para el pueblo.
“Andrés Manuel nos trajo casas cuando era delegado aquí, y ahora don Javier May viene con las mismas ganas. Esto se siente diferente, como cuando uno ve al hijo de un viejo amigo caminar por la misma senda”, decía el anciano, satisfecho, mientras su nieto asentía, compartiendo el mismo brillo en la mirada.
Bajo la sombra del quiosco, don Lucio, con su antiguo bastón de guácimo, esperaba pacientemente su turno para recibir una nueva ayuda técnica. Su fiel compañero de madera, al que apodó “la tercera pata,” había sido su soporte desde tiempos lejanos.
Su alegría fue mayúscula al reencontrarse con el doctor Damián, el médico que, décadas atrás, había llegado como recién graduado a Monte Grande para cumplir su servicio social. Ambos, con las canas asomándose como testigos de los años, se estrecharon las manos en un saludo que decía más que las palabras.
“La verdad, nunca había visto una jornada como esta. Atención al pueblo, a la gente que realmente necesita ser escuchada y atendida, no solo promesas. Aquí hay algo genuino, una celebración que levanta la dignidad de todos nosotros”, comentó el médico Damián, mirando a don Lucio con una mezcla de nostalgia y camaradería.
Más allá, tres amigas de la tercera edad—doña Matilde, doña Lupita y doña Jobita—se reían como niñas, mientras aguardaban su turno para recibir, respectivamente, una andadera, una silla de ruedas y unos lentes nuevos.
“Es que a veces, por más que nos cuiden, uno se siente carga, una molestia. Hoy, con estos apoyos, nos sentimos más útiles, más parte de este mundo, de nuestra familia. Es una fiesta que no solo se ve, se siente aquí, en el corazón”, dijo doña Matilde, acariciando el marco de sus futuros lentes.
La Jornada de Atención al Pueblo en Monte Grande no fue solo una serie de servicios y apoyos; fue un reencuentro con la identidad, una promesa de que esta vez, la atención al pueblo no se quedaría en palabras. Entre bodas, reencuentros y risas, Monte Grande recibió mucho más que un operativo gubernamental: recibió el mensaje de que, tal vez, los días de espera habían llegado a su fin.