Héctor I. Tapia
Bernal Díaz del Castillo aseguró haber contado más de 136 mil cráneos humanos en un tzompantli mexica. Probablemente exageró, pero no la impresión que le causó: aquel muro de muerte simbolizaba un poder aterrador basado en la sangre, en corazones extirpados y cabezas rodantes como tributo a dioses insaciables.
Quinientos años después, México contempla, otra vez, altares repletos de muerte. El reciente hallazgo de un presunto campo de exterminio en el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, muestra que las nuevas deidades ya no habitan en el cielo mexica, sino en la tierra, entre nosotros. El Cártel Jalisco Nueva Generación, fundado en 2007 y hoy una de las organizaciones criminales más violentas del planeta, ha transformado al país en una gigantesca ofrenda macabra, esta vez sin excusas religiosas. La muerte, ahora, no es para Huitzilopochtli, sino para una santa menos celestial: la del crimen organizado.
En el pasado, los mexicas mataban para sostener su cosmos, buscando en la sangre sentido y equilibrio. Hoy, la violencia ha perdido toda coartada filosófica: se mata por dinero, por control, por terror, por placer. Sin ideología ni dioses que la justifiquen, esta violencia es más brutal, absurda e inquietante que nunca.
La pregunta estremece: ¿hemos cambiado a Huitzilopochtli por la Santa Muerte, a los sacerdotes por sicarios y al tzompantli por fosas clandestinas? ¿O simplemente nunca dejamos atrás esa cultura de muerte?
