ETBO Express | Vargas Llosa y yo: una despedida sin tristeza | Héctor I. Tapia

Héctor I. Tapia

La muerte de Mario Vargas Llosa cierra un capítulo en la literatura latinoamericana. Para muchos, fue un escritor imprescindible; para mí, fue también un refugio, un maestro de juventud, y una figura con la que alguna vez disentí profundamente. Esta es mi despedida, más personal que literaria.

Me cuesta trabajo escribir sobre Mario Vargas Llosa. La primera vez que supe de su obra tenía 20 años y cursaba el tercer año de Comunicación en la UJAT. Fue entonces cuando, hurgando entre los anaqueles de la biblioteca, encontré La ciudad y los perros.

Ese joven apodado «el Poeta», enviado a un internado y que conoció a su padre ya en la adolescencia, me hizo comprender que no era el único niño al que la vida le había jugado rudo. Descubrí también que a la lectura uno no llega solo por gusto, sino también para refugiarse del mundo.

En la plenitud de mi juventud, me divertí con Pantaleón y las visitadoras, aunque lo que más agradecí de la novela fue su estilo de diálogos yuxtapuestos. Ahí entendí que el escritor peruano no se inmutaba al mostrar a sus lectores la vena libertina que lo habitaba. Me sonrojó, sí, pero también me empujó a leer más, a investigar sobre el erotismo, incluso sobre los hemafroditas. Vargas Llosa me enseñó que la literatura podía incomodar, y eso también era un mérito.


La ciudad y los perros atrapa porque duele: revela la violencia cotidiana del poder, el miedo y la soledad en la adolescencia. En ese internado brutal, muchos jóvenes lectores nos vimos por primera vez enfrentados a nuestra propia rabia, fragilidad y deseo de libertad.

Ficha del libro
Título: La ciudad y los perros
Autor: Mario Vargas Llosa
Editorial: Seix Barral
Año de publicación: 1963
Género: Novela
Páginas: 448 (puede variar según edición)
ISBN: 9788432217502 (edición más común)



Mi admiración por él creció al saberlo cercano a la revolución cubana y al socialismo. Pero, con los años —con los suyos y con los míos—, esa afinidad se fue desdibujando. Me decepcionó su paso por la política como liberal, con ideas privatizadoras, y más aún su derrota frente al fujimorismo, popular y dictatorial. Fue en los noventa cuando, sin darme cuenta, me despedí de él. Su obra se fue tiñendo de un europeísmo que lo alejó, al menos para mí, de América Latina. Se enamoró de Inglaterra, y yo dejé de reconocer en él al autor que me había enseñado a leer con el corazón.

Seguí leyendo, por supuesto. La fiesta del chivo, Travesuras de la niña mala, Cinco esquinas… siempre novelas, casi nunca ensayos. El último libro que celebré y recuerdo con claridad fue El pez en el agua, que para mí marcó el fin de su escritura latinoamericanista. Su alejamiento del socialismo fue también, a mis ojos, el abandono de la pobreza de nuestro continente, esa que tanto nutrió al realismo mágico y a su propia narrativa temprana.

No siento tristeza por la muerte de Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. Me parece que cumplió ampliamente su labor como escritor y que recibió todos los reconocimientos a los que un autor puede aspirar. De mi relación con él, de lector a escritor, no tengo queja. La ciudad y los perros fue, para mí, una habitación a la que podía entrar cada vez que necesitaba refugio. Ahí me sentí seguro y cómodo, incluso cuando el mundo afuera era triste o caótico.

No puedo negar que Vargas Llosa fue mi gran escritor favorito. Pero, literaria e intelectualmente, hace más de veinte años ya había cerrado el gran capítulo de su obra. Hoy solo despedimos al hombre, que como todos, vivió, sufrió y cometió errores.

Yo, como su lector, le agradezco La casa verde, Los cachorros, Los jefes, Conversación en La Catedral… Y los huevos benedictinos que desayunó en el viejo P. J. Clarke’s la mañana del 8 de octubre de 2010 en Manhattan, Nueva York, en celebración del Premio Nobel de Literatura. Desde entonces, son también mis favoritos.

Logotipo de WhatsApp

Sigue nuestro canal de WhatsApp

Recibe las noticias más importantes del día. Haz clic aquí