TEUCHITLÁN,— El polvo subía como plegaria muda en el camino de terracería. La tierra, suelta y pálida, parecía respirar angustia bajo los pasos de las madres que, con el rostro curtido por el dolor, avanzaban decididas hacia un lugar que, aunque no tenía nombre en los mapas, llevaba escrito en sus muros el espanto: el rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco.
Apenas pasaba la una de la tarde del jueves 20 de marzo cuando llegaron. Venían desde Guadalajara, desde Nayarit, desde donde les alcanza la desesperación. Eran madres, padres, hermanas, buscadoras de ausencias que no dejan dormir.
Venían con los nombres de sus hijos pegados al pecho, como quien lleva el corazón afuera. Venían a ver con sus propios ojos el lugar donde, según se dice, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) adiestraba y desaparecía a los jóvenes que no querían unirse a sus filas.
La visita que ofreció el Fiscal Gertz al rancho de #Teuchitlán para familias buscadoras y medios, se convirtió en una exhibición de desprecio, crueldad y maltrato a las víctimas. Lo que se les hace en lo oscurito ahora quedó televisado/1 pic.twitter.com/h12oqGvauK
— marcelaturati (@marcelaturati) March 20, 2025
No venían con armas, ni con furia. Venían con algo más potente: la memoria viva de los que faltan.
“¡QUEREMOS ENTRAR!”
El cerco de policías parecía de papel frente a sus gritos. “¡Queremos entrar, queremos entrar!”, exigían al unísono. No era un mitin, no era un espectáculo. Era un acto de sobrevivencia emocional, de necesidad urgente. Porque para una madre con un hijo desaparecido, cada segundo que se pierde puede ser el último hilo con la verdad.
Los uniformados, con la mirada opaca, intentaron detenerlos, pero pronto se dieron cuenta de que ninguna orden pesa más que el amor de una madre.
Una tras otra, las mujeres comenzaron a caminar por el sendero polvoso, rompiendo filas, llorando sin lágrimas, con la mirada encendida. Caminaban veinte minutos con los pies en la tierra y el alma en un abismo, hasta alcanzar la entrada del rancho.
Un terreno de 50 metros de ancho por más de 200 de largo, cercado, con una construcción de dos pisos. Arriba, un mirador para vigilar el camino. Abajo, un supuesto gimnasio donde quizá se entrenaron los verdugos. Más allá, una bodega sin puertas, otra área sin techo, tres baños, y al fondo, una casa rústica que parecía esconder secretos bajo cada teja.
Hoy se le permitió a los medios entrar al Rancho Izaguirre en #Teuchitlán y lo único que podemos decir es que esto es una muestra más de la brutal de la impunidad.
— MemeYamel (@MemeYamelCA) March 21, 2025
¿Por qué? Porque la @FiscaliaJal nunca procesó, ni resguardó la escena y, cuando dejó entrar a las familias y a los… pic.twitter.com/fw6Iy8kYCC
COMO ENTRAR A UN ZOOLÓGICO
No había excavaciones. No había peritos. No había justicia. Solo había cintas que marcaban el límite entre el espectáculo y el dolor verdadero. “Nos tratan como si esto fuera un zoológico o un museo”, dijo Alejandra Cruz, madre buscadora de Jalisco, con la voz hecha trizas. “Yo no vengo a ver ruinas ni a ser observada. Vengo a encontrar a mi hijo. Y a mi sobrino”.
Alejandra lloró todo el tiempo. El suelo bajo sus pies temblaba con la posibilidad de que ahí, enterrado en alguna parte, estuviera el cuerpo que le falta. Se sintió burlada, traicionada, pisoteada por las autoridades que prometieron una visita digna, con trabajo forense y respeto. Nada de eso ocurrió.
“Todo esto está movido”, repitió una y otra vez. “Esto no estaba así. Todo está maquillado. No se vale que todavía te pongan listones y cintas para que no pases. Somos madres. Tenemos derecho”.
Varias de ellas se sintieron mal. La presión, el calor, la cercanía con el horror. Fueron atendidas por personal médico mientras el resto, con los pies temblando, recorría los caminos que aún no estaban acordonados. Caminaban sin rumbo, como buscando una señal en el viento.
EL CIRCO DE LA IMPUNIDAD
La convocatoria había sido rimbombante: medios de comunicación, universidades, comisiones de derechos humanos, organismos internacionales. La Fiscalía General de la República (FGR) anunció la visita tras admitir las omisiones graves de la Fiscalía estatal de Jalisco, que durante seis meses no concluyó ni un solo peritaje en el lugar. Pero el acto, que prometía justicia, fue un montaje.
“No vinieron ni el fiscal estatal ni la vicefiscal”, denunció Raúl Servín, de Guerreros Buscadores de Jalisco. “Esto fue una obra de teatro. Ayer hicieron como que trabajaban, pero hoy solo mostraron el lugar como si fuera una escenografía. No vimos a nadie escarbando ni cerniendo tierra”.
Tampoco llegó el Fiscal General, Alejandro Gertz Manero, cuya presencia fue anunciada hasta el último minuto y cancelada sin explicación. “Nos dejaron plantados como si no valiéramos”, dijo Servín. “Fue una farsa. Un circo montado desde la FGR. Más que burlado, me sentí invisible”.
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A pesar de la convocatoria oficial, de las más de 300 personas que abarrotaron la entrada, de los discursos y de las cámaras, el rancho Izaguirre sigue hablando en silencio. Allí, donde la tierra huele a muerte reciente, los colectivos han encontrado restos óseos calcinados, zapatos olvidados, ropa desgarrada. Testigos mudos de un horror que el Estado parece querer encubrir con discursos y protocolos vacíos.
LA DIGNIDAD DE LOS QUE BUSCAN
El rancho fue asegurado en septiembre de 2024, tras un operativo en el que se detuvo a diez presuntos integrantes del CJNG. Pero no fue hasta marzo de este año cuando los colectivos comenzaron a abrir la tierra con sus propias manos, como si sembraran esperanza. El 5 de marzo encontraron restos humanos y lo denunciaron. Desde entonces, lo que debía ser un sitio de investigación se volvió una vitrina.
“Sentí más dolor. Yo creí que venir aquí me iba a dar un poco de calma y me voy peor”, repetía Alejandra, con los ojos empañados. En sus palabras no había resignación, sino una rabia serena que parecía crecer con cada paso.
Hoy, los buscadores ya no creen en promesas. Creen en la tierra. En sus propias manos. En los susurros de los desaparecidos que quizá, en el fondo de ese rancho, esperan ser encontrados.
No hubo autoridades que respondieran. No hubo excavadoras ni bisturíes periciales. Solo madres gritando nombres al viento, como quien lanza botellas al mar con la esperanza de una respuesta.
Y es que, en México, buscar a los desaparecidos se ha vuelto un acto de resistencia amorosa. Un desafío al silencio. Una forma de decir: “Aquí estamos. Y no nos iremos hasta encontrarlos”.
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