Entre velas y sombras, Villahermosa revive el susurro eterno de sus muertos en el Panteón Central


La tarde cae en Villahermosa, y el Panteón Central despierta bajo la tibia luz de las velas. Es el segundo día del Festival “Celebrando la Eternidad”, y en sus senderos retumban los ecos de una ciudad que, en su frenesí diario, olvida cuán cerca se encuentra del silencio de los sepulcros. Allí, entre cruces y mausoleos de mármol agrietado, la alcaldesa Yolanda Osuna Huerta encabeza un acto que busca, más que honrar, dialogar con la memoria, esa tenue llama que se enciende y apaga como el alma de los difuntos.

La ocasión es la presentación del libro Confortar la memoria, conjurar el olvido, del doctor Mario Humberto Ruz Sosa. El autor, conocedor profundo de los rituales y las creencias mayas, ha labrado en su obra un homenaje a quienes descansan en este cementerio desde hace más de dos siglos. No es sólo un recuento histórico, sino un conjuro para que el olvido no devore los nombres inscritos en las lápidas.

Con su tono pausado, casi ritual, Ruz se disculpa: hoy no hablará tanto del libro como de esa otra morada, invisible y etérea, donde dicen habitan las almas. Sus palabras resuenan en el ambiente cargado de incienso, y de pronto el panteón se transforma en una puerta abierta al más allá, un umbral entre lo vivo y lo que quedó, apenas, de lo que alguna vez fue.

Acompañando a la alcaldesa, el historiador Eddy Lorenzo González, vestido de monje, dirige una visita guiada bajo el título “Un Paseo para la Eternidad”. Los asistentes, cautivos de la voz profunda del guía, avanzan como sombras por los estrechos caminos del camposanto. A su paso, los relatos de personajes legendarios se mezclan con el murmullo de los cirios encendidos. La figura del “frailón”, un hombre robusto que en siglos pasados vagaba con una enorme cruz de madera, aparece en la memoria colectiva como un presagio de muerte. Es en esos instantes donde el miedo y el respeto se confunden, donde cada paso parece acercarles un poco más al territorio de los espectros.

En la capilla central, figuras destacadas del municipio y la alcaldesa escuchan con reverencia cada anécdota. Las tumbas, decoradas con símbolos religiosos y artísticos, se vuelven ventanas al pasado. Las imágenes grabadas, dice el historiador, son signos de una vida que no acaba en el último suspiro. En cada relieve, en cada escultura, las familias intentaron inmortalizar aquello que en vida era sagrado: los valores, las alegrías, los recuerdos.

Al final de la tarde, bajo el manto de la penumbra, el recorrido culmina con un espectáculo de danzas tradicionales. Las chocas tabasqueñas, ataviadas en trajes coloridos, danzan en honor a sus ancestros, y sus movimientos recuerdan el vaivén de las almas que, en estas fechas, vuelven a visitarnos. Es una celebración discreta, íntima, en la que Villahermosa, una vez más, reafirma su pacto con los suyos, vivos o muertos.

Con cada paso en el panteón, los asistentes parecían entender que la muerte no es el final, sino una página más en el libro de la memoria. Y al finalizar el evento, al abandonar el camposanto, saben que han dejado algo de sí entre aquellas tumbas. Quizá la paz de haber recordado, de haber sido testigos de una historia que se rehúsa a desvanecerse entre las sombras.