ESPECIAL | La tormenta y el relato: Sheinbaum frente al país que grita bajo el agua

Héctor I. Tapia

Poza Rica olía a lodo y a rabia. En los videos se observa cómo, entre las calles anegadas, una multitud rodea a la Presidenta. Un joven levanta las fotografías de tres estudiantes desaparecidos; otros gritan que la ayuda no llega, que el Ejército no entra a las casas, que el agua sigue subiendo.

Claudia Sheinbaum pide silencio, se lleva los dedos a los oídos para hacerse escuchar, pero la voz del país dolido la rebasa. “Escúchenme”, insiste. “Bueno, ya me voy”, alcanza a decir antes de subir a una camioneta militar.

En esos segundos, la tragedia natural se volvió tormenta política. El video recorrió las redes antes que los helicópteros; las imágenes del lodo pesaron más que los informes del Gabinete de Seguridad. La presidenta que había decidido estar donde otros preferían no ir, se encontró con una sociedad exhausta y con una oposición dispuesta a transformar la lluvia en arma.

Claudia Sheinbaum durante su visita a Poza Rica, Veracruz, en medio de los reclamos ciudadanos.

El gesto de ir, mirar y tocar el desastre con las manos se convirtió en su primera gran prueba de legitimidad. A diferencia de su antecesor —que con colmillo político sabía que una desgracia también puede volverse emboscada mediática—, Sheinbaum optó por mojarse las botas. Él nunca descuidó una emergencia, pero la atendía sin exponerse; ella, en cambio, eligió el riesgo de estar ahí.

Lo hizo sabiendo que el costo era doble: o salir impávida y parecer fría, o conmoverse y ser acusada de debilidad. Eligió el terreno más difícil —el real—, donde la política se mide por la altura del agua y el ruido de los gritos. En México, no basta con gobernar: hay que resistir la tormenta emocional de un país que pide consuelo más que soluciones.

ENTRAR AL AGUA, SALIR DEL CONTROL

La escena no fue un error de cálculo, sino una elección de carácter. Sheinbaum quiso demostrar que el poder no puede gobernar desde la distancia, que la empatía vale más que la comodidad institucional. Sin embargo, en un país habituado a leer la desgracia como culpa, la valentía se volvió exposición.

En el México de las redes, una cámara define más que un gabinete. El momento en que la Presidenta se lleva las manos a los oídos se volvió símbolo inmediato: una líder abrumada por el ruido, una política que quiso escuchar y terminó devorada por la desesperación de su pueblo.

Esa imagen, multiplicada por miles de pantallas, rompió el equilibrio entre autoridad y vulnerabilidad. La empatía que buscaba construir cercanía se transformó en signo de debilidad. El poder que se moja los pies también se ensucia de lodo político.

Aun así, la escena revela algo esencial: Sheinbaum eligió estar donde podía perder. Y ese riesgo —tan ajeno al cálculo tradicional— marcó una diferencia. En tiempos donde la ausencia se disfraza de prudencia, su presencia fue, en sí misma, un desafío.

LA VISITA QUE DESATÓ LA TORMENTA

Según las crónicas periodísticas, en Poza Rica, Veracruz, la Presidenta fue recibida como quien entra a un territorio sin tregua. Aún llovía cuando descendió del vehículo, y las primeras voces que la rodearon no fueron de bienvenida, sino de enojo. “¡No sirves para nada, ni la Gobernadora!”, se escucha gritar a una mujer en los videos que circularon ese día.

A unos metros, un joven reclamaba por tres compañeros de la Universidad Veracruzana, desaparecidos desde el desbordamiento del río Cazones. Sheinbaum, flanqueada por Rocío Nahle, intentaba hablar sin que el ruido la tragara. “No se va a ocultar nada”, respondió, mientras el clamor seguía: “¿De qué me sirve que venga aquí? ¡Yo quiero ver a mis compañeros!”.

Aun con el desconcierto, la mandataria no retrocedió. Tomó el micrófono, pidió calma y prometió apoyo total, mientras las cámaras captaban la escena desde todos los ángulos. La empatía, que en otro contexto habría sido virtud, se transformó en munición mediática. Los noticiarios rescataron el instante en que pidió silencio, no las horas de recorrido entre colonias cubiertas de lodo.

En cuestión de minutos, los titulares ya habían reemplazado los datos: la visita presidencial se volvió símbolo del enojo nacional. La imagen se impuso sobre la intención. En la era del clic, una frase pesa más que un plan de auxilio.

DE LA LLUVIA AL LINCHAMIENTO DIGITAL

El agua bajó, pero la tormenta continuó en las pantallas. Bastaron quince segundos de video para convertir un acto de gobierno en juicio público: la presidenta con los dedos en los oídos, el “escúchenme” repetido, la multitud reclamando.

El país no vio los puentes aéreos ni las brigadas de auxilio; vio un gesto. Y en el tiempo de las redes, un gesto pesa más que un decreto. Los medios opositores olieron sangre. Reforma tituló con desdén; Latinus amplificó el momento; los opinadores del viejo régimen llenaron el vacío con interpretaciones de soberbia y descontrol.

El frame fue más poderoso que los hechos: 8 mil soldados desplegados, 100 mil viviendas afectadas, 13 mil censadas. Todo eso quedó sepultado bajo el lodo digital. La vieja política sabía administrar la tragedia; la nueva intenta sobrevivir a ella.

Sheinbaum quiso mostrar presencia, pero terminó atrapada en el eco mediático de su propia valentía. En la era del algoritmo, la empatía no garantiza comprensión: sólo exposición. Y sin embargo, su error fue también su acierto: mostró un liderazgo que no se esconde, aunque eso implique ser vulnerada en público.

SIN FONDEN, CON VULNERABILIDAD POLÍTICA

El desastre también dejó al descubierto las grietas de un modelo de gobierno que apostó por la centralización absoluta. La extinción del Fonden, que alguna vez fue sinónimo de burocracia y corrupción, se volvió ahora un boomerang político.

La presidenta lo defendió: “Hay 19 mil millones disponibles, y no se escatimará un peso”, dijo. Pero, casi al mismo tiempo, pidió apoyo a la iniciativa privada para donar despensas y prestar maquinaria. El mensaje fue doble: hay recursos, pero no alcanzan.

El fondo desapareció, pero el vacío simbólico persiste. En un país acostumbrado a ver cajas con el sello del Fonden llegar a las zonas de desastre, hoy sólo hay promesas digitales y censos en proceso. Sheinbaum hereda la desconfianza de una sociedad que aprendió a dudar de todo, incluso de la ayuda.

La tragedia exhibió una paradoja: la 4T eliminó los intermediarios financieros, pero no los políticos. En política, las emergencias no se miden en milímetros de lluvia, sino en centímetros de credibilidad.

LOS ESTADOS FALLAN, LA FEDERACIÓN PAGA

En cada desastre hay una cadena de mando que se rompe, y esta vez lo hizo abajo. Las omisiones comenzaron en los estados, donde la prevención se confundió con desidia y la coordinación con burocracia. Las alertas existían, pero se perdieron entre oficios y excusas.

En Veracruz, la gobernadora Rocío Nahle fue señalada por no suspender clases a tiempo y por retener ayuda ciudadana en retenes absurdos. En Puebla, el gobernador Alejandro Armenta regresó tarde de un viaje mientras su estado se inundaba. En Hidalgo, Julio Menchaca enfrentó el colapso de caminos sin protocolos de emergencia ni rutas de evacuación.

En Poza Rica, Claudia Sheinbaum enfrentó la furia del pueblo; a su lado, Rocío Nahle representó el silencio del poder local.

Aun así, fue la Presidenta quien cargó con el costo político. En el imaginario público, la lluvia no tiene jurisdicción: todo termina en Palacio Nacional. La oposición lo entendió y lo explotó con precisión quirúrgica. La narrativa se impuso sobre la jerarquía: mientras los gobiernos estatales se diluían entre excusas, Sheinbaum quedó como el rostro visible de un sistema que falla cuando más se necesita.

En México, cuando el agua sube, el poder federal siempre se hunde primero. Y en la crisis, cada silencio local se convirtió en ruido nacional.

LA CIENCIA Y LA EMPATÍA

Desde Palacio Nacional, la Presidenta intentó explicarlo con rigor técnico: “No había condiciones científicas para anticipar lluvias de esta magnitud.” Pero la ciencia no conmueve a quien lo perdió todo. En México, los desastres no se miden en milímetros, sino en abrazos pendientes. Sheinbaum habló como física; el país esperaba a una madre.

La frase, racional y precisa, fue interpretada como frialdad. Y sin embargo, ahí está su dilema: gobernar desde la evidencia o desde la emoción. Su formación científica, que la eleva sobre la retórica del viejo régimen, también la aísla. Es la voz de una dirigente moderna en un país que aún busca redentores, no administradores.

La tormenta puso a prueba dos infraestructuras: la del Estado y la emocional de su Presidenta. En la ecuación entre razón y empatía, el país eligió la lágrima. Y esa es, quizá, la prueba más dura para quien llegó al poder prometiendo gobernar con la cabeza, no con el corazón.

Detrás del discurso técnico, Sheinbaum comenzó a recomponer la narrativa. Ordenó intensificar los censos, activar puentes aéreos, reforzar la presencia del Ejército y mostrar resultados medibles. Entendió que, en tiempos de pantalla, la gestión necesita escenografía: imágenes de acción, no solo de autoridad.

La presidenta Claudia Sheinbaum recorrió las zonas afectadas en Poza Rica, Veracruz, para supervisar las labores de auxilio y atender directamente a los damnificados.

EL PRECIO DE ESCUCHAR BAJO LA LLUVIA

Al final, la Presidenta no enfrentó a la naturaleza, sino al país que la observa con la misma severidad con que mira el cielo antes de llover. En Poza Rica quedó la escena congelada: una mujer que intenta hablar entre el ruido, un pueblo que no quiere escuchar y una cámara que todo simplifica.

Pero más allá del instante viral, quedó la evidencia de un liderazgo que eligió estar. Lo que la oposición leyó como torpeza fue, en realidad, un acto de gobierno que devolvió la presencia física del poder al terreno donde más duele. No hay manual para eso.

Sheinbaum aprendió que en la política mexicana la presencia tiene un precio, y la ausencia, otro mayor. Su primera gran tormenta no fue la del agua, sino la del juicio público. La empatía la llevó al epicentro; el ruido la devolvió al Palacio Nacional, donde ahora ajusta su estrategia comunicativa y reconstruye su legitimidad sobre terreno húmedo.

El agua, como la política, siempre busca su nivel. Y cuando se retire del todo, quedará la pregunta que ninguna encuesta podrá responder: ¿se puede gobernar un país que confunde la vulnerabilidad con la debilidad?

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