La tarde cayó sobre Villahermosa con ese aire húmedo que anuncia el fin de octubre. En el Panteón Central, el olor a flor de cempasúchil se mezclaba con el barniz reciente de las cruces, con el humo de las velas y el murmullo de las familias que llegaban, unas con flores, otras con silencio.
Entre nichos y lápidas, la alcaldesa Yolanda Osuna Huerta caminaba despacio, vestida con colores claros, como si buscara no romper el ritmo solemne del camposanto. Así comenzó el programa cultural “Celebrando la Eternidad”, una de esas escenas donde el pasado y el presente se dan la mano.





El cielo de Villahermosa amaneció gris, con ráfagas suaves que traían el primer respiro del Frente Frío número 11. Por fin el termómetro cedía: de los 31 a los 28 grados, apenas una diferencia, pero suficiente para que el aire se sintiera más liviano, más otoñal.
El cielo de Villahermosa amaneció gris, con ráfagas suaves que anunciaban la entrada del Frente Frío número 11. El aire, por fin, se sentía distinto: menos espeso, más respirable. El termómetro bajó de los 31 a los 28 grados, y aunque no llovía, la humedad seguía ahí, fiel como una sombra.
Al caer la tarde, el sol se filtró apenas detrás de los almendros y laureles del Panteón Central, y su luz —pálida, casi de despedida— bañó los muros de la Capilla Ardiente, justo cuando los primeros acordes de la lectura dramatizada llenaron el recinto.
A un costado, el subsecretario Salvador Manrique Priego asentía con discreción, mientras los niños de la casa de artes “Norma Cárdenas Zurita” mostraban con timidez los cráneos que ellos mismos habían moldeado.
Eran de papel periódico y harina, pero en su sencillez brillaba algo más: la inocencia convertida en arte. Uno tenía un bigote torcido, otro un ojo azul y otro, una lágrima pintada con tinta negra. Parecían mirar al público con una ternura burlona, como si la muerte —por un instante— sonriera.
Están todas y todos invitados a visitar la exposición “Catrinas y Catrines”, de la colección privada del Mtro. Juan Torres Calcáneo. Esta tarde, como parte de las actividades del Festival “Celebrando la Eternidad”, inauguramos esta muestra y disfrutamos del videopoema “Aún… pic.twitter.com/ZwNbdK60le
— Yolanda Osuna Huerta (@YolandaOsunaH) October 31, 2025
TRADICIÓN Y ARTE
A lo lejos, los cascos de un caballo rompieron el silencio. Era Fernando Delgadillo, presidente de la Asociación de Charros “Los Gavilanes”, que cruzó la capilla montado en un cuarto de milla blanco.
El sonido de los cascos sobre el mármol resonó como un eco antiguo. La alcaldesa levantó la mano y dio el banderazo: arrancaba la Cabalgata “El Galope de la Eternidad”. El público, sorprendido, sacó teléfonos, tomó fotos, aplaudió. Algunos niños se persignaron. Otros corrieron detrás del caballo riendo.
Durante tres días, el programa se extendió como una ofrenda viva. En el Centro Cultural Villahermosa, se inauguró la exposición “Catrinas y Catrines” del coleccionista Juan Torres Calcáneo, una procesión de cien figuras que parecían conversar entre sí.
Las catrinas, con sus vestidos de papel maché y hueso, parecían contar historias de pueblos y de artesanos. “El arte popular es también una forma de mantener viva la historia”, dijo Torres Calcáneo, con voz de maestro que aún se asombra. La presidenta municipal, a su lado, sonrió sin hablar.
— Yolanda Osuna Huerta (@YolandaOsunaH) October 30, 2025
ENTRE CATRINAS Y MEMORIA
En el teatro de cámara “Hilda del Rosario de Gómez”, un hombre delgado, con sombrero y guitarra, comenzó a cantar: “Estoy bien”, dijo, y su voz —la de Luis “El Grillo” Aguilar— se elevó como un respiro en medio de tanta muerte.
En la calle Juárez, las lápidas simbólicas del “Panteón de nuestros artistas” recordaban a los que alguna vez dieron música, color y palabra a esta tierra. Alguien encendió incienso; otro ofreció tamales. En la esquina, una catrina de trapo servía pozol en pequeños jarros de barro. El aire olía a maíz, a copal y a nostalgia.
En el Barrio Mágico Zona Luz, la vida se volvió altar. Diez comercios y hoteles compitieron con ingenio: el Hotel Olmeca exhibió un altar con mariachis de papel; Casa Aurora colgó fotografías familiares en papel amate; la Notaría 1 colocó retratos de sus fundadores entre flores y rezos.
El jurado —Salvador Samperio, Lenin García, Edison Mateos, Alicia Baeza y Guadalupe Ortiz Bernat— caminaba despacio, tomando notas, respirando el aroma a veladoras. Un niño ofreció un pan de muerto con azúcar rosa. “Es por los difuntos, pero también por los vivos”, dijo, y todos sonrieron.
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EL DÍA QUE VILLHERMOSA SE VOLVIÓ ALTAR
El viernes, en el Malecón Carlos A. Madrazo, el viento sopló sobre el río y el reflejo de las luces pareció una constelación sobre el agua. Allí se premiarían los altares ganadores, pero lo que se sentía en el ambiente iba más allá de la competencia. Era el pulso de una ciudad que se sabe viva porque no olvida a sus muertos.
Ese mismo día, Yolanda Osuna recorrió los panteones municipales: Atasta, Tamulté, Sabina, El Arbolito. Saludó a jardineros, revisó la pintura fresca y el olor a insecticida que flotaba sobre la hierba.
“Están listos, limpios, con flores de cempasúchil”, dijo. El operativo de seguridad estaba en marcha. Los panteones abrirían 36 horas continuas. El mensaje era claro: la eternidad también se organiza.
El cielo, gris y espeso, parecía observarlo todo. En cada esquina, una vela resistía el viento. En cada tumba, una historia revivía. Y en cada rincón de Tabasco, el recuerdo tenía nombre, color y aroma a vida eterna
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