Tenía seis años cuando llegué a vivir a la calle 2 de Abril, en el centro de la ciudad. Los abuelos habían construido una casapara la familia, y recuerdo las primeras tardes en mi nuevo hogar: las banquetes llenas de niños que jugaban como si estuvieran en recreo.
«¡Hey, pelón, vente a jugar!», me gritaron aquellos niños que, años después, se volverían mis mejores amigos. Me sonrojé, no me gustaba que me llamaran así, pero mi padre insistía en que el cabello en extremo rizado se me alisaría si el peluquero me lo dejaba a coco y usaba una media por las noches.
Las tardes se llenaban de juegos. Después de la tarea, la calleera un terreno libre para el béisbol callejero, el «encantado» o el «paredón»; correr y gritar sin restricciones era nuestro mayor placer. Y en los veranos, la diversión se ampliaba. Atrás de 2 de Abril, existía una extensión de tierra enmontada que para nosotros era una selva. Nos perdíamos en aquella jungla, jugábamos al trompo, a las canicas, nos subíamos a los árboles y desaparecíamos toda la mañana, sin que nuestros padres se preocuparan. Eran otros tiempos: íbamos a la escuela caminando, llegábamos al centro sin que el peligro nos acechara.
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A mediados de los 80, al iniciar la secundaria, el entorno empezó a cambiar. Las pandillas tomaron el control de las calles, y las peleas se volvieron parte del paisaje. Nombres como «Los Pitufos», «Los Calacas», «Los Panchitos» comenzaron a ser mencionados con temor en el barrio. Poco después, sus disputas por territorio derivaron en robos y violencia.
Más de una vez me asaltaron a la salida de la secundaria, pero aún así, no era nada comparado con la realidad de hoy: niños y adolescentes encerrados en sus casas, viviendo un mundo de amigos virtuales. Los parques lucen vacíos, y las familias se ven obligadas a buscar «tranquilidad» en privadas, renunciando a la libertad de antaño. Lo que antes era una excepción, hoy se ha vuelto la norma: el miedo, el encierro y una vigilancia constante para proteger a los nuestros.
Hoy, los niños ya no corren sin preocupación; sus juegos son limitados a espacios cerrados, monitoreados por los padres y rodeados de paredes altas. Las risas en la calle han sido reemplazadas por la soledad de los parques vacíos y el brillo de las pantallas en casa. La libertad ha sido canjeada por la seguridad, y lo que alguna vez fue un juego al aire libre ahora es una tarde de videollamada, mientras los padres respiran tranquilos tras cerraduras y rejas. El cambio ha sido tan gradual que solo al recordar el pasado nos damos cuenta de lo que hemos perdido.
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Hojeando la prensa nacional del viernes, pude ver cómo la violencia se ha normalizado. Este «jueves negro» [24 de octubre] es solo un reflejo más de esa cotidianeidad brutal: coches bomba en Acámbaro, Guanajuato; enfrentamientos en Guerrero y asesinatos en San Cristóbal de las Casas. La violencia en México ha llegado a un punto donde solo los episodios más cruentos logran sacudirnos.
En Villahermosa, la historia no es diferente. Esta semana hemos vivido entre incendios en tiendas, vehículos ardiendo y mantas con amenazas. Incluso en plena ciudad, incluso a unos pasos del Centro Administrativo de Pemex, la violencia se despliega sin contención, desafiando la presencia de fuerzas federales y estatales.
Los delincuentes actúan a plena luz del día, como si el orden público ya no existe. En estos lugares de alto perfil, donde solía respirarse una tranquilidad relativa, la delincuencia se ha infiltrado sin reparación. Y los habitantes, resignados, han aceptado que la seguridad es apenas un recuerdo de otras épocas.
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Los enfrentamientos y balaceras no respetan límites geográficos, y se han vuelto comunes hasta en ciudades medianas y pequeñas. El crimen organizado lanza su ofensiva con coches bomba, secuestros y ejecuciones, y nosotros, los ciudadanos, hemos caído en una rutina de miedo que paraliza. Ya no nos sorprendemos, simplemente sobrevivimos.
Este proceso de adaptación se extiende a nuestra vida diaria y nuestras decisiones: quién puede salir y a qué hora, qué calles evitar y qué medidas de seguridad tomar. La resignación se ha vuelto un escudo con el que enfrentamos un futuro incierto.
Esta resignación es un síntoma de algo más profundo: como sociedad, hemos dejado de cuestionar la violencia y solo nos adaptamos a ella. La mayor tragedia no es el crimen mismo, sino la naturalidad con la que lo aceptamos.
Cada día, la indignación da paso a la apatía y, poco a poco, vamos perdiendo la capacidad de asombro. Aceptamos la inseguridad como una característica más de nuestra realidad, al igual que el clima o el tráfico.
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La violencia en México y en Tabasco es el recurso favorito de los titulares, y la «nota roja» se ha vuelto un arma política. Lo que antes se consideraba de mal gusto mostrar, hoy es el centro de las críticas hacia la Cuarta Transformación y el gobierno federal y estatal.
Los logros sociales o de infraestructura han sido desplazados, y los crímenes ocupan los titulares como la mejor forma de deslegitimar a los nuevos gobiernos, maximizando cada incidente sin dar contexto o reconocer avances. Así, lo que debería ser una alerta sobre un problema común se convierte en un insumo más para alimentar la polarización y el desencanto ciudadano.
El despliegue de violencia en los medios crea una percepción ineludible; los ciudadanos, ya acostumbrados a convivir con la violencia, han desarrollado una resignación ante el miedo. Cada titular de sangre y crimen alimenta una apatía que convierte el temor en una constante y extingue el impulso de actuar.
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¿Estamos aceptando la violencia o simplemente adaptándonos a ella? En el país, en el estado, vivir en medio del crimen se ha vuelto una prueba de resistencia. Familias alteran sus rutinas, padres trazan rutas seguras para sus hijos, y comunidades conviven con la sombra del miedo.
La violencia ha permeado nuestras vidas, moldeándolas de una forma casi imperceptible. Niños que crecen limitados en sus juegos, adultos que miran constantemente sobre su hombro y comunidades que prefieren callar antes de exponerse al riesgo. Cada precaución es una pequeña derrota para una sociedad que ahora sobrevive en lugar de vivir.
Recuperar aquellos días de libertad y seguridad solo será posible con un esfuerzo conjunto. Ni el gobierno ni la sociedad pueden hacerlo solos. Esta responsabilidad compartida exige un esfuerzo real para restaurar la confianza y la tranquilidad en las calles y hogares.
Si deseamos que las futuras generaciones vivan sin miedo, es ahora cuando debemos decidir cómo queremos construir nuestro entorno. Porque el verdadero peligro no es el crimen, sino la aceptación de que nuestra vida se construye en torno al miedo.
UN ADAGIO: «El mundo es peligroso, no por aquellos que hacen el mal, sino por aquellos que miran y no hacen nada» [ALBERT EINSTEIN]